martes, 21 de julio de 2009

Hablamos de Alfonso X el Sabio



S. observó la lánguida sombra de su desdicha dibujada en los primeros escalones del Palacio de los Deportes. Hubiera sucumbido a sus propios pensamientos sentado en el suelo, con la cabeza inclinada y el cabello ocultando los últimos destellos de un sol mortecino, pero la brisa tórrida de los últimas horas de la tarde lo empujaba hacia un paisaje de batallas, ríos alcalinos y sed de venganza. Soplaba el viento inclemente sobre su espalda, quemando su cuello con el llanto de mil fracasos de lágrimas de fuego, y en ese momento, cuando la tierra parecía arder desde las hierbas amarillentas de un jardín despoblado de vida, pensó que había perdido para siempre el paraíso donde un día fue feliz comiendo la manzana de la fama y del reconocimiento social.

A su espalda se oyó el murmullo de los nuevos amos que se apresuraban a tomar posesión del feudo recién conquistado. Era gente extranjera que había cruzado los páramos de la meseta con escribanos, pintores de cámara y oro a mansalva. Venían sonrientes, algunos con cerezas en la boca, otros cansados del largo viaje entre molinos, carrascas y un viento de poniente que mortificaba el pelaje de las monturas. A S. el Palacio de los Deportes le pareció una ermita levantada en lo alto de una colina de color azabache, con laderas pobladas de tilos y alces fecundos, un lugar para retirarse cuando ya las piernas fueran quebradizos juncos y la memoria el último refugio de la melancolía. Pero ahora ya sabía que no podría coronarla porque el sotobosque era inaccesible y la hojarasca era arena movediza presta a borrar cualquier huella de sacrificio.

Las voces eran cada vez más fuertes. Se acercaban los caballeros con sus monturas y sus vasallos. C. encabezaba la marcha. Un poco más atrás conversaban hombres con vestimentas que recordaban a los burgueses de Holanda, y más atrás aún se miraban alegres los jugadores de la cantera, que habían vivido semanas mortificados por las dudas y por los cantos de sirena que llegaban a través de la intrincada espesura de los limoneros ( al menos eso cuentan las crónicas de la blogosfera). Por último, cerrando la comitiva, una mujer leía un voluminoso libro de Ford Madox Ford titulado “el último desfile” (1).

C. desmontó de su corcel y ascendió por la escalinata del Palacio de los Deportes. La gente observó en silencio su lenta pero segura ascensión. El calor era menos intenso, los árboles transpiraban verdes ilusiones a través de sus hojas. A lo lejos, la sierra se alargaba con ondulantes curvas sobre el intenso azul de un óleo celeste satinado de nubes blancas y deshilachadas. A mitad de la escalera el caballero se volvió y miró a la muchedumbre que se arremolinaba debajo de las tenues sombras de los árboles.

  • He llegado- dijo-. Vengo de tierras paradisiacas donde crece el centeno y la grama en lechos de oro y plata. Vengo para quedarme para siempre. Nadie escribirá sobre mí en el gran libro de La Fea Burguesía (2)

C. observó los rostros cansados de la muchedumbre que se apiñaba debajo de las escasas sombras que proyectaban los árboles plantados al azar por los jardineros municipales. Vio en ellos esperanza después de una larga caminata por senderos de polvo y sequedad, y creyó en ellos porque los Guillermos de Orange siempre tienen buenos súbditos escarmentados por los desórdenes y los excesos sanguinarios. Miró de nuevo hacia arriba y supo que aquella sería su hogar para siempre, y que cuando le llegara el final de sus días, su corazón sería enterrado debajo del circulo central de la pista de baloncesto emulando a un tal Alfonso X el Sabio.



(1)- recomendamos su lectura.

(2)- La Fea Burguesía es una novela de Miguel Espinosa.

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