miércoles, 12 de agosto de 2009

Crónica sentimental de una final de 3X3: Los Acabados - Lobeznos











Alguna vez fuimos felices en aquellas riberas. Todavía recordamos una noche de cine no muy lejos de allí, en Lo Pagán. Nos habíamos encaramado a los materiales de una obra cercana, y por encima de los muros del cine de verano vimos 2001, Una Odisea en el Espacio. Lo recordamos nítidamente, como uno de los elementos constitutivos de nuestra más temprana infancia. ¿Fue el año 1969?, ¿1970?. No lo recordamos con la precisión que merece una imagen que vuelve insistentemente a nuestra mente, pero no podemos olvidar aquellas noches, aquellas mañanas y aquellas tardes crepusculares volviendo de La Mota de los Molinos, con el molino de la Calcetera recortándose en un cielo azul ceniza. El domingo 9 de agosto, contemplábamos desde Santiago de La Ribera retazos de un mar azul y rizado entre embarcaciones, sombrillas y ramas de eucaliptos. Al fondo, más allá de un pasado distinto y distante, volvimos a saborear la línea de La Mota, camino entre aguas saladas, en la que nos perdimos durante días enteros buscando cangrejos, zorros y, eran otros tiempos, caballitos de mar.

Alguna vez fuimos felices en aquellas riberas.

Todo ha cambiado en pocos años. Aquellas tierras se amansaban en las espumas saladas del mar, lanzadas al cielo callado por la brisa húmeda de viento marino, y nosotras sonreíamos recogiendo chapinas y buscando entre las rocas rastros de vida que se reproducía en un mundo acuático que, alguna remota vez, fue también nuestro mundo, cuando la filosofía no existía y cuando no nos preguntábamos sobre las paradojas de la vida y sobre la esencia de la Humanidad, y menos aún, sobre Joseph Conrad y la siguiente reflexión:



“La creencia en una fuente sobrenatural de maldad no es necesaria; los hombres son perfectamente capaces de cualquier perversidad”.



Allí estábamos, buscando las sombras del mediodía estival junto a los muros de la Academia General del Aire de San Javier, debajo de eucaliptos que abrasaban la tierra con sus tentaculares raíces. Compramos pan de pueblo y uno de los padres trajo queso manchego y vino de la Ribera del Júcar. Mientras comíamos, mirábamos la lúcida placidez de un mar sereno y silencioso. Los bañistas pasaban a nuestro lado con los cabellos mojados y los cuerpos perlados de lágrimas marinas. Las barcas se balanceaban con la levedad de la muerte hundiendo sus piernas en los lodos y agarrándose a las balizas que dividían la base militar del resto de la costa. Los jugadores de Los Acabados se gastaban bromas de adolescencia mientras mordisqueaban el pan y el queso sentados en una amplias rocas dejadas al azar en la tenue arboleda originaria del Hemisferio Sur. En esos segundos de asueto, acariciados por la brisa marina y la contemplación de un mar de brillantes reflejos solares, pensamos en lo lejano que quedaba aquella felicidad de aguas pletóricas de vida. Para lo que nosotros era muerte, especulación y devastación, para nuestros hijos podía ser la antesala de un paraíso de colores centelleantes, un recuerdo que se perpetuaría en su memoria asociado a la belleza de una victoria, de un momento efímero de gloria... Cerramos los ojos y comenzamos a girar como una peonza sin corazón ni memoria. Los abrimos de repente, y entonces fue el mundo todo el que giró a nuestro alrededor: muros, troncos de eucaliptos, casas, bañistas que brillaban como una constelación de estrellas de mar, coches, madres, padres, chiringuitos, barcas, banderas españolas con coronas de oro, brisa marina, olores, sabores, sueños de un pasado sublimado...

Estábamos en Santiago de La Ribera.

Los Acabados eran cuatro: Andrés Carrillo, Álvaro Gómez, David Lucas y David Saura, y se habían inscrito en el tradicional Torneo 3X3 de Santiago de La Ribera organizado por el Marme. Alrededor del baldío de eucaliptos, a lo largo del paseo, de los quioscos, de las terrazas, debajo de las palmeras, de las miradas azules, marrones y grises ocultas por gafas de sol, bajo gorras y sombreros, sombrillas y reflejos solares, se desparramaban los jugadores de baloncesto venidos de tierras litorales e interiores, comiendo, descansando, esperando una nueva eliminatoria, soñando la siguiente... Algunos de ellos nos resultaban familiares: José Antonio Salmerón de Cieza, Mario de San José de la Vega, Jorge Vacas, Alberto Campo y Eduardo del CB Murcia, Álvaro Bernal de Ayala del Infante, los hermanos Toledo del Marme... Hacía el noroeste, nubes blancas iban creciendo en un cielo azul poblado de luces del estío. Esperábamos la tormenta, algunas la acariciábamos con los dedos de algodón que se levantaban sobre el horizonte recortado por edificios y antenas de televisión, pero el sol seguía castigando con unos rayos tórridos que sólo podían recordarnos a los círculos internos de un infierno medieval. Mirábamos para atrás mientras el sol quemaba nuestra nuca con una insistencia enfermiza, elevábamos la mirada buscando la oscura silueta de una nube misericordiosa que se interpusiera entre el circulo solar y nuestros cuerpos sudorosos e incómodos, mientras nuestros hijos jugaban un partido, luego la semifinal, luego la final... Era todo previsible: la tormenta que nunca llegaría a endurecer la tenue superficie del mar, el calor de agosto, el paseo de los veraneantes entre palmeras, terrazas y quioscos, y la final infantil masculina entre Los Lobeznos y Los Acabados. Los Lobeznos, Joel García, Sergio Muñoz, Manuel Sánchez y Juan Antonio Santos, un equipo de ensueño.

A media tarde recibimos una llamada de teléfono. Las tormentas estaban barriendo los campos de La Mancha. Nubes negras empujadas por el viento se despeñaban sobre planicies de viñedos y campos segados de cereales. Nos llamaban para darnos envidia, no nos cabe duda. Pero aquella tarde era especial, el viento nos traía rumores de sal y de pecios hundidos en las laderas sumergidas de Isla Grosa. A veces observábamos los edificios de La Manga, más allá de las barcazas y de los rizos somnolientos del mar, y nuestros pensamientos se escapaban al vacío de un Universo gobernado por leyes naturales, afortunadamente alejadas de las leyes humanas de la destrucción, que habían transformado La Manga en una bacanal especulativa de ladrillo, cemento y devastación. Todo lo que nos rodeaba era humano, nuestros hijos eran humanos, los eucaliptos, las palmeras, los rosales y las banderas ondeando al viento húmedo del atardecer eran humanos. El tiovivo, los puestos de baratijas o los quioscos de piedras minerales y de libros cumplían una función asignada por los designios de los hombres. Sólo quedaba la voluntad de ganar o de sobrevivir en un tiempo de desesperanza. El mismo nombre de Los Acabados era un brindis abierto a un futuro incierto, en el que la tormenta no acertaba a elegir los vientos propicios para endurecer el cielo de Santiago de la Ribera con un mármol sólido y negro resquebrajado por violentos rayos lanzados por los dioses de un Olimpo erigido sobre la vertical del Mar Menor.

Comenzó la final infantil. El sol iluminaba los arrecifes de hormigón y ladrillo que hundían sus raíces en la antigua dulce arena de La Manga, aquella franja de tierra que se adentraba entre dos mares y que, si los designios de la naturaleza no hubieran sido aniquilados por la glotonería humana, podría haber sido declarada Reserva Natural de la Biosfera. Se hizo un rectángulo de sillas alrededor de la pista de baloncesto, y los ocho jugadores lucharon como fieros leones encerrados en un paisaje de arena y de mar. La tarde del domingo fenecía con la indolencia de las largas horas de luz y calor del estío, pero en aquel paisaje que se deshilachaba en un torbellino de sentimientos enfrentados, la voluntad de victoria crecía entre los contrincantes y se fundía con la brisa marina, con los ángulos muertos de los rayos solares y con los azulados contornos del escorzo de una ola menor. Es digno volver a mencionar los nombres de los ocho jugadores que se enfrentaron por una mota de gloria efímera, por un instante de plácida satisfacción personal: Andrés Carrillo, Álvaro Gómez, David Lucas, David Saura, Joel García, Sergio Muñoz, Manuel Sánchez y Juan Antonio Santos. Finalmente ganaron los cuatro primeros, integrantes del equipo Los Acabados, pero la igualdad fue absoluta, una batalla que se podría haber perpetuado en el tiempo y en el espacio si las reglas no hubieran fijados límites temporales y de puntuación. Los tiros libres decidieron el ganador en una pista abandonada por un sol que se deslizaba entre palmeras y edificios, y que llamaba a una noche que para muchos fue más hermosa y menos calurosa de lo normal.

Las últimas horas del 9 de agosto transcurrieron a los pies de un sauce llorón. Alguien comentó asombrado que se había visto saltar de alegría al padre de David Saura, él, tan flemático, tan semejante a los ingleses que encierran sus sentimientos en figuradas torres de Londres o que los arrojan a las negras aguas del Támesis para compartirlos solamente con los peces y con los bajíos fluviales. Puede ser. Nosotras no lo vimos. Volvimos a degustar el queso manchego, el tinto y el mistela de la Ribera del Júcar, chorizos de La Mancha Conquense, tomates de pera, cerveza y refrescos a la luz de una farola y de la suave brisa que agitaba las hojas del sauce llorón.

A unos cuatrocientos metros, el Mar Mediterráneo, oscuro y misterioso, cuna de civilizaciones milenarias...

Alguna vez fuimos felices en aquellas riberas... tal como lo hemos sido en este maravilloso 9 de agosto.







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