domingo, 15 de noviembre de 2009

Cuando Irene Andreo llegó a España


Lucía Sánchez (Ciudad de México, 1968) llegó a España a finales de 1981 junto a su madre Irene Andreo, hija de exiliados republicanos, que había conocido a Aurelio Sánchez, padre de Lucía, en la ribera de un río y se había enamorado de él con el inmenso mar encabritado como testigo de los primeros besos y caricias de dos casi adolescentes. Vivieron hasta finales de 1980 en Veracruz, hasta que Irene Andreo decidió vender su parte de las cuatro máquinas de la empresa familiar que sus abuelos habían creado a mediados de los años cuarenta y partió con la hija a Europa. Atrás dejaron al marido y padre, tíos y primos construyendo nuevos fracasos en el aire cálido y húmedo de lánguidos discursos de torrentosas palabras vacías.

Lucía Sánchez y su madre vivieron unos meses en Barcelona. Irene buscó trabajo en algunas de las editoriales literarias de la ciudad, llevando consigo, en un maletín de cuero que había sido del abuelo de Lucía y del que se dice que había portado manuscritos de Juan Negrín cuando dueño y maletín cruzaron la frontera en 1939, el currículo profesional de una vida dedicada a la difusión literaria de los escritores españoles exiliados en todo el subcontinente americano. Pero en Barcelona nada encontró, y un día, observando la cuesta del Cotolengo, recordó las primeras páginas de Últimas Tardes con Teresa, de Juan Marsé, y decidió partir con su hija a la misteriosa Murcia, buscando en aquellas tierras las oportunidades que Pijoaparte nunca supo aprovechar, si acaso las había para aquella clase social explosionada por las fuerzas violentas de la miseria.

Tuvo fortuna Irene Andreo y pronto firmó un contrato laboral temporal como asesora cultural del Ente Preautonómico que, con el tiempo, se convirtió en indefinido y hacia 1986 prometió cumplir tanto la Constitución Española como el estatuto de autonomía como flamante funcionaria del grupo A de la Administración regional.
Lucía retomó los estudios en un instituto público de las afueras de la ciudad. Allí fue feliz, encontró amigas y amigos, ascendió en incontables ocasiones al Pico del relojero o a La Cresta del Gallo, se bañó en la balsa de la mirada en los largos y hambrientos atardeceres del estío y jugó, cuando pudo y la dejaron, al voleibol en las desconchadas pistas exteriores del instituto. En COU se enamoró perdidamente de Guillermo, un compañero de clase que jugaba al baloncesto en el equipo del instituto. Era hermoso, era fuerte y podía hablar con el de Albert Camus, de Juan Goytisolo y de Kavafis. Durante todo un año siguió a Guillermo por las pistas deportivas de numerosos institutos y se percató de las diferencias entre unos y otros, de los equipos hechos con la sola voluntad de jugar y divertirse, carentes de medios, de entrenadores, de padres que les apoyaran, de pistas en condiciones… y de los equipos diseñados para que fueran el orgullo de los institutos, para que marcaran las diferencias entre lo público y lo privado, entre la gente del pueblo y la gente de la ciudad.

La historia con Guillermo duró poco, un año de felicidad, de manos entrelazadas mientras observaban, recostados en la hierba, el cielo entre las ramas de los sauces, un tiempo de sueños y proyectos descabellados, de regresar a México con su padre llevándose consigo a Guillermo, o de subir a la luna con sólo el suspiro del amor, o yo que sé…

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