miércoles, 9 de diciembre de 2009

Un pueblo que no se reconoce en las huellas de su pasado...


Un pueblo que se reconoce en las huellas de su pasado y las protege como herencia inalienable de sus generaciones futuras, es un pueblo con futuro, que mira al cielo, a las montañas, a los mares, a las calles, a las piedras que un día fueron labradas en las canteras o a los adobes amasados y alineados en estrechas y sombrías callejuelas, con confianza y respeto.

Es una desgracia que la ciudad de Murcia lleve camino de convertirse en una urbe inhabitable, insostenible y fea, superlativamente fea. Es una vergüenza que los murcianos repitamos cíclicamente los mismos errores destructivos arrasando con todo lo que florece en la tierra cuando las excavadoras clavan sus muelas en cualquier recoveco del entramado urbano. Es una vergüenza observar que otros pueblos cercanos, que también enterraron los restos materiales de su historia, embellecen sus calles, colinas, puertos y almas con los restos que un maravilloso volcán milenario y multicultural arroja a la mirada extasiada de todas las personas que aman su pasado y reconocen la senda de su futuro.

A estas alturas del escrito ya se sabrá de qué estamos hablando: los restos árabes del Jardín de San Esteban, en Murcia. Parece que el debate público, que queremos creer que es también social, se orientaba a conceptos como movilidad sostenible, ciudades humanizadas, centros urbanos transformados en inmensas ágoras de discusión, contemplación y ocio, recuperación de los valores urbanos de convivencia y solidaridad, etc. Y parece que los errores pasados de destrucción nocturna del patrimonio arquitectónico y cultural no deberían volver a repetirse. Parece también que la sociedad civil tenía derecho a opinar, sopesar y decidir, y que tales decisiones deberían ser preceptivas para los poderes públicos. Eso era al menos lo que se pregonaba de una democracia consolidada, europea y formada por ciudadanas y ciudadanos libres y con criterios propios de mesura y tolerancia.

Pero tal vez nos hayamos vuelto a equivocar. ¿Hay algún valor social por encima de los derechos colectivos a una ciudad amable y en la que podamos buscar, aunque no lleguemos a disfrutarla, la felicidad en un sentido amplio y multicultural?. Posiblemente aquí radique el problema: la conceptualización de dinero, y por extensión del mercado, como la única fuente de felicidad absoluta, la creencia en un progreso exclusivamente tecnológico, el desdén por las pequeñas cosas que, ellos no lo saben, hacen mundos y civilizaciones en la mirada de cualquier niña y niño. Hemos vendido los deseos por conchas de titanio recogidas en los suburbios de Shangai o Dubai, hemos vendido el espacio público de convivencia, el ágora que debe existir en todos los centros urbanos, por un depósito de CO2 y hollín en los subsuelos de nuestras calles.

Nunca hemos malquerido las propuestas del Consejero de Cultura, Pedro Alberto Cruz. Su pretensión de convertir Murcia en un foco de creación y divulgación del arte contemporáneo nos parece excelente, y nada contradictoria con la preservación de los valores culturales que nuestros ancestros nos dejaron en herencia. Por eso podemos seguir soñando en la creación de un gran centro cultural y de interpretación del mundo árabe peninsular en lo que es ahora el Jardín de San Esteban. Creamos en una cubierta de cristal sonriendo a un sol magnífico que ha visto por estas tierras nuestras el trasiego de pueblos distintos, con sus idiomas, con sus escrituras, con sus formas de cocer la arcilla y tratar el esparto. Miremos la ciudad de Cartagena, la solución de Rafael Moneo para el acceso al Teatro Romano, las excavaciones de El Molinete, el futuro que le depara ser una referencia cultural internacional….

Ojala no se repitan los viejos errores, que por conocidos nos parecen irrepetibles.

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