sábado, 30 de enero de 2010

De regreso a Águilas



En las selvas de la vida, hay sendas que conducen a ninguna parte. Unas veces, se ven truncadas por el filo de profundas quebradas; otras desaparecen en la espesura del manglar, junto a un cadáver, una brújula y, acaso, un mapa de El Dorado; otras no tienen fin definido porque en la espesura se abre un claro circular, un enorme túmulo funerario donde yacen mezclados los huesos de millones de personas. Recordemos a Salvador Espriu: “ a veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un hombre / pero nunca un pueblo entero debe morir por un hombre...”.

Dejamos a la derecha las alturas blancas de Sierra Espuña. La nieve refulgía en una lejanía inconcreta, allá arriba, entre manchas doradas de sol y roquedales colosales. Nos dirigíamos, de nuevo, a Águilas, dispuestas a mezclarnos con el aire y el salitre, con la brisa y con la mar rizada. Un poco más abajo del Alto de Purias pudimos ver una cinta de plata recortada por suaves ondulaciones oscuras. Era el mar Mediterráneo, peinado al mediodía por un cielo tenuemente blanquecino. Nos encontrábamos en territorio de la tortuga mora, esa reliquia de tiempos geológicos remotos que se resistía a los designios de los hombres, de los caminos de alquitrán y de los fuegos atizados por manos humanas. Poco al poco el mar iba abriendo sus largos brazos y la plata matizaba su brillo y adquiría tonalidades azuladas. El plástico blanqueaba el paisaje; olivos, pinos de alguna repoblación olvidada, llamativos cañaverales en los lechos de los barrancos.

“Cuando el mar surgió al fin comprendió las razones profundas de aquel peregrinaje al pasado, al decorado mítico y fabuloso de su niñez: el pueblo aparecía milagrosamente blanco en la atmósfera luminosa e intacta y, a la izquierda, las montañas recortaban sus formas obtusas en un cielo sereno, moteado a trechos por una algodonosa baba de buey; el color del mar era de un azul intenso bajo la escarpa casi vertical de Cope y el islote del Fraile emergía su poderosa grupa, medio oculto tras el cercano penacho de las palmeras”.

Juan Goytisolo: “Señas de Identidad”.

Nuestros hijos jugaban en aquel hermoso pueblo marino, cálido, seco, de cielos brillantemente azules y claridades majestuosas de un sol nuestro, que casi se podía abrazar con los poemas de las civilizaciones que lo adoraron mientras surcaban las orillas del Mediterráneo. Se enfrentaban al Águilas B, en unas instalaciones deportivas levantadas en medio de un descampado de matorrales surcado por alguna rambla de lecho arenoso. Pero en este día cálido de invierno, decidimos quedarnos a comer después del partido. La tierra, el paisaje, los escarpes, las agrupaciones de palmeras y de rocas, esa preciosa bahía con una mar rizada y azul, el castillo, la arena húmeda de la última tempestad, la locomotora, la escultura de Ícaro, los pesqueros, las embarcaciones de recreo, alguna de ellas con nombres tan simbólicos como “El viejo y el mar”, homenaje, sin duda, a Ernest Hemingway, los recuerdos de Paco Rabal, de las minas y de los ingleses, la añoranza de Vázquez Moltalbán, la tranquilidad del paseo marítimo, nos invitaron a disfrutar la tarde comiendo en un bar arroz a banda, paseando entre palmeras y luces crepusculares, riendo, hablando sobre baloncesto y sobre la vida selvática que, a veces, nos depara el camino. Echamos de menos a algún jugador, a alguna madre y a algún padre, echamos de menos el vuelo de las águilas y la estampida de los búfalos, pero la tarde transcurrió tranquila, entre platos y cafés, observando las fotografías del restaurante, y el mar abrazado por la bahía y enmarcado entre visillos.

Allí estaba Carmen, la entrenadora, allí estaban nuestros hijos, alrededor de una mesa, compartiendo pensamientos y sentimientos, mientras saboreaban el arroz, la ensalada, las delicias de un fondo marino de luciérnagas soñadas y terribles secretos enterrados por el oleaje de los siglos. Y esto es lo importante del baloncesto, y esto es lo importante de la vida. Lo que nos hace mujeres y hombres responsables, honestos, solidarios. Y éste es nuestro futuro, porque ellos son los que han de modelar el mundo con lo aprendido y con lo deseado para que en el futuro ninguna senda esté truncada por los torcidos designios humanos.

Fue un día hermoso, como el mundo que nos rodeaba, como las sierras que atenazaban por doquier las orillas del mar y del cielo. Ganamos por mucho, demasiado, pero esto no es lo importante. Aquella tarde lo supimos al echar de menos a gente que no pudo venir y compartir con nosotros los olores, sabores y formas del Águilas mediterráneo, de la textura de las palabras modeladas por la brisa y el mar, por el cielo y la tierra.



Las fotografías son de Lucía Sánchez

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