jueves, 29 de abril de 2010

José Ángel Valente y cabo de Gata

En los primeros días de la Semana Santa, el equipo de nuestros hijos, el CB Murcia 95, jugó un campeonato en Almería, cerca de los territorios mágicos de Cabo de Gata. Nos volvimos a enamorar de aquellas tierras hermosas, del Valle de Rodalquilar o de los acantilados ventosos sobre un mar embravecido y duro como el pedernal. Pero no sólo vimos belleza, también sentimos el roce de la arena en nuestros rostros o el campanario de una iglesia en ruinas erguiéndose sobre un horizonte crepuscular. San Miguel del Cabo de Gata, Almadrava de Monteleva, La Fabriquilla y las cuestas que nos guiarían al faro de Cabo de Gata. Y siempre a nuestra derecha, el mar violento y desbordado, la luz de un atardecer rojizo jugando con las blancas olas. Y ahora que recordamos a José Ángel Valente en comentarios anteriores, transcribimos un texto del poeta gallego que se enamoró de estas tierras mediterráneas como nosotras lo hacemos ahora, y antes, y desde que no nacimos pero amamos la poesía de la esencia que nos nutre, entre la vida y la tierra dorada de nuestros ancestros:



“EL CABO entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada en el mar. El color no es color; es tan sólo luz. Y la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia. El cabo baja hacia las aguas, dibujado perfil por la mano de un dios que aquí encontrara acabamiento, la perfección del sacrificio, delgadez de la línea que engendra un horizonte o el deseo sin fin de lo lejano. El dios y el mar. Y más allá, los dioses y los mares. Siempre. Como las aguas besan las arenas y tan sólo se alejan para volver, regreso a tu cintura, a tus labios mojados por el tiempo, a la luz de tu piel que el viento bajo de la tarde enciende. Territorio, tu cuerpo. El descenso afilado de la piedra hacia el mar, del cabo hacia las aguas. Y el vacío de todo lo creado envolvente, materno, como inmensa morada”

José Ángel Valente: Obras Completas. Tomo I. Galaxia Gutenberg, página 546

1 comentario:

Lucía Sánchez dijo...

Precisamente, Eloy Sotelo vivió las grandes tragedias del Siglo XX: La Guerra Civil Española, los primeros meses de la ocupación de Francia y del gobierno de Vichy, el cerco de Leningrado y su muerte prematura en las ventiscas heladas del Lago Ladoga.
Y no, no podemos hablar de guerra civil. Parece que el fraticidio de Caín, inicio de la barbarie que llena gran parte del Antiguo Testamento, se debió al trato desigual de un Dios justiciero y caprichoso, de un pantócrator terrible y temible. Nada de esto ocurre, afortunadamente, en el Nuevo Testamento y aunque sería interesante leer, por ejemplo, "Las Cruzadas vistas por los Árabes" de Amin Maalouf para desprendernos de ciertos eurocentrismos prescindibles, debemos considerar que ya antes del Concilio Vaticano Segundo, Dios decidió desaparecer de nuestras vidas y dejar que nos gobernáramos autónomamente, hasta ahora con más sombras que luces. Tampoco sabemos que tuvo que ver Juan XXIII o Pablo VI o los teólogos dialogantes de la época en esta retirada de Dios a un segundo plano de los asuntos cotidianos de las personas, pero recordamos con placer los blancosynegros de la humildad de La Pasión según San Mateo de Passolini frente a los dorados y majestuosas puestas en escena de otras representaciones cinematográficas del Cristo generoso y redentor.
Las guerras civiles se producen cuando hay gente que las quiere y, en este caso, parece que no se dan condiciones para prender la llama de la irracionalidad. Dios decidió su ausencia hace tiempo y ya no podremos hablar de ausencia de equidad o de asesinatos, asolamientos y genocidios a lo largo de los paisajes bíblicos del Antiguo Testamento. Dios decidió que las personas gobernáramos nuestros actos y en tal gobierno no cabe un asesinato ritual ni los mitos griegos reinterpretados por Freud. Los padres, por cierto, somos los garantes de esa equidad postconciliar, en nuestro caso laica, y nunca permitiremos que los caprichos con los que el Dios del Antiguo Testamento o los gobernantes absolutos gobernaban nuestras vidas, gobiernen los actos, las alegrías, la camaradería y la voluntad de ganar límpiamente de nuestros hijos.