viernes, 15 de octubre de 2010

Simulacro de incendio y evacuación


Esta mañana se realizó un simulacro de incendio y evacuación en la Biblioteca Regional de Murcia. Nunca nos hemos recreado en la imagen de una biblioteca ardiendo por sus lomos cosidos, mientras una columna de palabras y frases asciende hasta un cielo gris y triste. Pero hoy he soñado con un telescopio apoyado en el hombro, con un terraplén de hierba rodeado de sicomoros y cocodrilos del Nilo y con un tiempo libre inabarcable dedicado a la contemplación del incendio. He visto palabras familiares, otras extrañas o arcaicas, las más formando versos alucinantes en una estepa celeste de nieve negra y alma ausente. La columna de letras se arremolinaba sobre el aceite de las azoteas de la Avenida, zigzagueaba entre las nubes buscando la mirada escuálida de un sol cansado dispuesto a sumergirse con sus pómulos anaranjados en las laderas, y buscaba con su aliento de perdición las direcciones de otras bibliotecas municipales para exigir, en el calor asfixiante de la desesperación, ayuda.

Asenté las patas del trípode en la hierba del terraplén y dirigí el objetivo del telescopio a la cima de la columna de tinta selvática. Letras góticas dibujaban en lo alto del mundo, junto a las alas extendidas de las gaviotas, la palabra amor. Por encima de ella, un cielo radiante, un sol que llamaba limpiamente a las puertas de los corazones, una blancura del alma y una promesa de redención. ¿Se conoce alguna novela, poemario o ensayo en el que la palabra amor no tenga un hueco o un espacio reservado en el blanco papel?.

Los libros ardían y las palabras ascendían como voraces hormigas comedoras de pólvora cainesca. Don Quijote, hinchado como un globo, gritaba en las altas nieves del Kilimanjaro y a sus pies, en la rama de un árbol de la selva pluvial, Sancho Panza bebía vino de una bota y comía pan con queso manchego ofreciéndoselo, de cuando en cuando, a un gorila que a su lado lloraba la perdida de la lluvia. Más allá, en las alas doradas de un cóndor, Hierro recitaba un poema que comenzaba así:


“Quisiera esta tarde no odiar,

no llevar en mi frente la nube sombría.

Quisiera tener esta tarde unos ojos más claros

para posarlos serenos en la lejanía”.


Y la tarde se hacía más oscura y las flores palidecían con la piel entreabierta de la palabra olvido. ¡Cómo quemaba el silencio de papel ardiente, la brújula de los libros que alguna vez nos orientara por los lugares de la felicidad perdida!. Crepitaba el cuero y la cola, el olor a vida, que aun en la contemplación de la pereza de la destrucción, nos guiaba entre los paraisos de miel torrencial.

Al otro lado de los edificios más altos, un globo tejido con las páginas de “ Vida y Destino” y “Margarita y el maestro” nos hundía hasta los labios húmedos de hiel en las cienagas del totalitarismo. El globo asomaba entre las antenas de televisión, entre las sábanas blancas alborotadas por el viento creador de la palabra, y unas imágenes gigantes surgían con las manos delirantes de las pantallas de LCD arrastrando cadenas y piedras de plata.

El fuego prendió la esfera de papel y de los párrafos de las novelas brotaron como sarmientos cañones, carros de combate, ametralladoras y muerte; muerte en los ojos y en la boca, muerte en los corazones y en los pensamientos.

Cuando ya el valle era una inmensa pira, de los verdes de la luz emergieron ejércitos de voces y alaridos, de personas que se consumían en las islas griegas, en las aguas turquesas del Mar de Java o en los cañaverales de cualquier bahía atacada en violentas incursiones por corsarios tuertos y carentes de cualquier atributo humano. Y se consumió en el infierno el carpe diem, y el beatus ille, y el realismo y el romanticismo. Don Juan Tenorio se hizo hombre al contemplar la esencia de su vida en los ojos llameantes de la muerte.

La lluvia aplacó el insaciable apetito de las llamas, y las palabras se posaron silenciosas en un suelo humenante y negruzco. Junto a una mirada perdida alguien, José Hierro, escribió sobre la ceniza aún caliente:


“Cuando se fueron todos, yo

me quedé a solas con mi alma”.

El simulacro de incendió duró aproximadamente trece minutos. Los libros fueron entregados al silencio de las salas durante cinco minutos. Después la luz se encendió y la vida volvió a tener sentido.

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