lunes, 22 de noviembre de 2010

Je me souviens...


Ayer, mientras nuestro hijos entrenaban en el CD La Flota, un padre de los misteriosos barrios del otro lado del río nos preguntó de dónde sacábamos tanto tiempo para escribir. Le respondimos que seguramente era cuestión de velocidad, que acaso navegábamos con unas cuantas millas de exceso por los anchos parajes de la existencia o que nos lanzábamos por los rápidos de la vida mientras otras personas buscaban con toda razón los remansos de aguas cristalinas y fondos de terciopelo verde. Y esto nos podía hacer perder el detalle, la flor a punto de estallar en colores brillantes, las nubes formando extrañas figuras que nos devolvían a una infancia entre limoneros y raspaduras de belleza en el horizonte azulenco.

Nuestro hijos entrenaban en la cancha de baloncesto, se movían por un tablero de ajededrecesto ensayando movimientos incompresibles para legas en la materia como nosotras, se palmeaban las manos y se ocultaban de nuestras miradas para beber agua y descansar un poco.

¿En qué lugar del tiempo encontrábamos un momento para meditar sobre tal o cuál idea, para escribir palabras que se iban uniendo como terrones de azúcar dulces y humanos formando frases que se columpiaban en los pilares de la luna o en el dióxido de carbono de Venus?.

Pensamos en muchas cosas pero no fue hasta la noche, al abrir el libro de poesías completas de José Hierro, cuando dimos un salto de la cama, nos dirigimos al ordenador y nos pusimos delante de una hoja en blanco, inmaculada, el paraíso vacío que intentamos llenar de belleza, también de felicidad. Es entonces cuando los sentimientos estallan en derredor y la habitación se llena de ternura, de enfado, de ira contenida. Y brota la vida vivida, y los poemas leídos levitan en el aire levemente salado.

Entonces, aparece por la puerta el primer verso de un poema de Louis Aragon


“Je me souviens d'un air qu'on ne pouvait entendre...”


(“Me acuerdo de una melodía que no se podía oír..”)


y los muros de la habitación desaparecen en una noche de luna llena,

y el viento de la noche susurra en las hojas

y te llama con su silencio de hormigas blancas

y te besa con sus dedos de sombras chinescas...


Es un veneno, lo sabemos. El insomnio y todo lo demás, pero buscamos un remedio y lo encontramos en José Hierro:


“Cómo se puede no hablar

de todo aquello.

El viento no escucha, no

escuchan las piedras, pero

hay que hablar, comunicar,

con las piedras, con el viento”.


La vida se acelera, golpea violentamente las costuras de la carne, se transforma en humo, en aire, en arena de mar, en todo lo que deseamos alcanzar con las yemas de los dedos para sentir su presencia, su grandeza de cosa o vida pequeña en este Universo infinito que, a veces, nos produce miedo e incertidumbre.

La madrugada se adentra en el sueño, lo abre con su sonrisa de carbón enternecido. Te acuestas de nuevo y la persona que duerme a tu lado se mueve levemente y susurra: ¿sigues escribiendo...?.

No, la vida regresa con el lucero del alba.



No hay comentarios: