miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cuando la nieta de Eloy Sotelo regresó a la tierra de sus ancestros...


Cuando la nieta de Eloy Sotelo regresó a la tierra de sus ancestros, a Santa María de Campo de Rus, reconoció en los azules y pardos del cielo y de la tierra dos tipos de vientos culturales. El primero de ellos es el siberianomanchego, el otro, el murciano. Acaso haya otros vientos, como los vientos del pueblo- hace cien años que nació nuestro Miguel Hernández en tierras de Orihuela- y esos vientos que llegaban en forma de carta desde Madrid, Barcelona, Valencia, Francia o Alemania con el siguiente texto: “¡aquí hay trabajo, venid!, ¡os enviamos el billete del tren!”. Las llanuras se iban despoblando, las mieses languidecían, algún cementerio desaparecía en la umbría de un pinar, los búhos se inquietaban en los travesaños de madera de los caseríos silenciosos y la nieve caía plácidamente a finales de otoño, en invierno, en la tardía primavera...
No obstante, es el viento siberianomanchego el que nos interesa para esta crónica. Ese viento que sopla del norte o del noreste y congela la sonrisa de las hojas del olivo o de la carrasca, que nos hace recogernos a la orilla de una chimenea, de una estufa, de la madera de las cepas, que crepita en la aurora de luz de las cocinas, que nos hace sacar los chorizos de la orza, el queso manchego de la alacena y el vino del tonel.
Esta tarde ese viento frío, que ha barrido todo el Centro de Europa con su gemido de nieve, soplará entre los cipreses de las pistas descubiertas del Pabellón Infante donde entrenarán nuestras hijas bajo las luces de los focos y el cielo blanquecino. Hará mucho frío, no tanto como aquel enero en Cáceres, pero nuestras hijas se acercarán a los muros, a los graderíos de cemento buscando en su materia compacta un cortavientos. O correrán a lo largo de la pista para entrar en calor.
A veces los días desapacibles no importan si la ilusión por jugar al baloncesto es grande.

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