martes, 26 de abril de 2011

De nuestras fiestas y de las suyas

Hoy es el día del Bando de la Huerta, a decir de muchos la fiesta identitaria de una ciudad clara y abierta, que ha destruido su entorno de agua, tierra húmeda y melocotón pero mantiene en su memoria, como una foto fija que atormenta su presente, lo que fuimos y nunca volveremos a ser. Es como si cada 21 de enero guillotináramos en la Plaza de la Revolución a Luis XVI y María Antonieta, o no; es como si cada primavera convocáramos a nuestros ancestros para ridiculizar su vida, su lucha, la miseria de sus barracas y a las cabras hinchadas flotando en los remansos de la riada- y a algunos jóvenes, sin más futuro que sus brazos, que se fueron a las guerras coloniales por la sendica de Vicente Medina y nunca regresaron-.
La historia de las ciudad y su entorno no es la caricaturización del pasado, los bueyes en medio de la Gran Vía, el estiércol y las esparteñas, los vocablos con los que alguna vez nos acariciaron nuestras abuelas o el carril encharcado con la sierra emboriada al fondo. La historia de la ciudad y su huerta es el relato del progreso pero también del sufrimiento, de la espantosa mortalidad infantil, del analfabetismo y de las epidemias que diezmaban la población periódicamente.
Y ahora, mientras reconstruimos un pasado falso, destruimos el futuro con vanas ilusiones, con miradas rencorosas por encima de montañas, ríos y mares, con supuestas bondades intrínsecas e irrefutables maldades foráneas arrastradas por los vientos de Babel y de su torre. Así somos, como casi todos los pueblos que derraman lágrimas en la arena milenaria de la identidad y apartan de sus dunas los granos negros, irregulares, distintos y distantes.


Las fiestas identitarias son a veces el escenario de los fracasos colectivos. En ellas imaginamos quienes no fuimos, o no quisimos ser, o no nos dejaron ser y tejemos una mitología de dioses bondadosos y protectores de nuestros defectos, de rebaños de cabras tamborileando con sus pezuñas de oro alquímico el corazón de la ciudad, de borrachines que se tornan en príncipes orondos, de gallos, gallinos y otros gallináceos que surgen de la espesura luminosa de la noche mediterránea con un vaso de güisqui en una mano y un habano en la otra- ¡Aquí estoy, soy tu peor pesadilla!-.
Las fiestas son también excusa propicia para frivolizar en la Nube, para acusar a alguna entrenadora de todos los males endémicos, de reciente adquisición y futuros, del baloncesto regional y de su labor pedagógica y de hablar de un supuesto “factor fiestas” como favorable a la estrategia del CB Murcia 96. ¡Cómo si el Entierro de la Sardina fuera un acicate para las huestes murcianas!, ¡cómo si en el espejo en el que nos reflejamos muchas murcianas no surgiera, como una tarántula suspendida sobre la perpendicular de nuestros lechos, la imagen machista y elitista de una fiesta anclada en la noche de las pesadillas de La Restauración!. Cierto que no conozco demasiado los Caballos del Vino, pero desde Caravaca nos llega la brisa fresca del desconocimiento de una fiesta de señoritos. ¿De verdad que no sabéis que el 30 de abril por la noche se realiza en Murcia un desfile llamado El Entierro de la Sardina?. Si esto es así no puedo sino manifestar mis simpatías por aquellas tierras del noroeste en las que se alzan los pueblos más bellos de esta tierra nuestra.

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