martes, 20 de septiembre de 2011

Matías Donamaría

Matías Donamaría culminó su primorosa formación en el Conservatorio de Música Juan José Landaeta, de Caracas. A los 16 años era ya un virtuoso del piano y un director de orquesta reclamado insistentemente por la Royal Festival Hall, La Ópera de Viena, el Liceu, el Carnegie Hall o la Filarmónica de Berlín. Hijo de un ganadero del Valle de Baztán y nieto de pastores fronterizos, Matías conoció los bosques de los Pirineos Atlánticos en sus fulgores estacionales, vio la nieve cubriendo los pastizales de las montañas y escuchó el rumor del agua recorriendo los canalones de los caseríos. Las nubes, en los picachos cercanos, formaban rizos de lana de oveja y la luna, cuando el estío dominaba los vastos dominios temporales de la lluvia, tornaba en cristal rubio y oloroso en tierras francesas.
Matías Donamaría aprendió tempranamente el castellano, el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Se dejaba llevar por las sinfonías de Malher, bramaba con el Nabuco de Verdi o lloraba con Sinfonía a grande orquesta de su compatriota Arriaga. A los diez años compuso una Misa que atrajo la atención de Zubin Metha y a los once años ganó el Premio Nacional de Música Clásica que lo consagró definitivamente como valor consolidado de la composición patria.
Pero detrás de aquel genio, que algún crítico musical de renombre mundial comparó con Mozart, se escondía la timidez patológica de un adolescente criado en los hayedos de los Pirineos Atlánticos, que se camuflaba entre los penachos de piedra y agua o bebía compulsivamente de las odres de las ovejas que pastaban libremente por laderas y vaguadas. Un salvaje que en verano, alejado de las ciudades europeas y americanas, de los conservatorios y de las lisonjas interesadas de músicos y políticos, se lanzaba a los rápidos desde las alturas, se ocultaba del sol bajo los tejados de hojas y ramas de los tupidos bosques lluviosos o seguía el rastro de los ciervos con pinturas de amor natural dispersas en todo su cuerpo.
Matías Donamaría creció entre orquestas de renombre internacional pero nunca olvidó su origen y cuando podía retornaba a su país en nubes de lana de azúcar, transitando por ríos de níquel y helechos de sueños insustanciales o cayendo sobre los prados del Baztán en el interior de sus lágrimas de pianista imberbe. Tampoco olvidó aquella tarde tempestuosa en el Aeropuerto de Los Ángeles ni a aquel individuo de dos metros quince centímetros que se sentó a su lado en el avión, le sonrió y le contestó que era Pau Gasol.
-¿Pau qué?- preguntó Matías Donamaría mientras observaba las nubes y los cielos azules de California-
-Pau Gasol, de Los Ángeles Lakers.
-¡Ahhh!.
El desconocimiento mutuo abrió pasó a una amistad fraternal y pronto Matías Donamaría venció su claustrofobia y asistió a un partido de la selección española de baloncesto en la ciudad de Murcia. Eso ocurrió un 25 de agosto. Pocas semanas después, durante una noche en la que el genio de Donamaría brilló como una nova en un cielo cuajado de estrellas, compuso la sinfonía Equipo y Amistad, que fue estrenada
en Kaunas frisando la medianoche del 18 al 19 de septiembre de 2011 en honor de la selección española de baloncesto, campeona de Europa una vez más.

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