domingo, 15 de enero de 2012

Desierto

Si todavía nos consideramos extraños en este mundo, después de tantos años de habitarlo y beberlo con los poros de la piel, no será porque no pocas veces nos hemos caído del caballo y hemos visto la luz a lo lejos, una antorcha de azufre y voces lejanas, como el llanto de la lechuza en las noches de luna llena.

Si alguna vez hemos rezado con devoción mientras oteábamos de soslayo el minarete, la torre catedralicia, la bóveda de cuatro corazones partidos por el rayo del desamor, no será el canto del río, los cañaverales susurrados por el viento, el canto rodado lanzado sobre los cristales blancos del agua, la mano que te llama y la que te dice “quédate quieto, yo te engaño con mi voz y mi nube de azúcar”, las razones ocultas de que hayamos abandonado las creencias más íntimas y alejadas de la materia, de la piedra, de la madera, del volcán acallado por el temblor de la naturaleza desbordante de amor por la desolación.

Si quisiéramos llamar a aquella tarde una sinfonía de sentimientos y no, como nos pide a gritos la sinrazón, el último latido de una vida que se apaga como una cerilla quemando los dedos, borrando las huellas dactilares, ocultando con un velo de negra seda un pasado que alguien creyó brillante y solo fue la ilusión de los descreídos que en una milésima de segundo adoraron los cirios dorados del altar de la vanidad, no me echéis la culpa a mí, pobreza en un mar de desechos humanos y alambicados esqueletos de fe inquebrantable en un futuro perfecto.

Si alguna vez el Mesías se escuchó en las catedrales de cruz griega y un balón de baloncesto retumbó en los deambulatorios avejentados por miles de años y de tránsitos encorvados de los creyentes que derramaron lágrimas de sal sobre la piedra, sobre la cruz, sobre los abalorios, sobre las olas del mar que se amansan en las capillas góticas y sobre nuestras propias esperanzas traicionadas por lenguas de serpientes que hablan cuando han de callan y callan cuando sus palabras son convenientes y necesarias, no fue por voluntad de ser sino de desaparecer en una Nova, en un agujero negro, en los inconmensurables agujeros de un alma destrozada.

Si rezar es necesario, también lo es creer, señor obispo o capellán de nuestros actos inconclusos.

Somos la última travesía por un desierto de piedra y escorpiones.

Así sea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuanto más lo leo más me pierdo. Quizá soy yo y, al final todo es más sencillo de lo que parece, pues a mí me parece un corazón desgarrado...