sábado, 28 de abril de 2012

Resultado I Concurso Literario "Nuestra lucha es una lucha de generaciones"




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Primer Clasificado: "el rostro de las huellas" de Nafi Brahim


"“Si jo l’estiro fort per aquí
i tu l’estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba,
i ens podrem alliberar.”
Lluis Llach, L’estaca
Hojas de pena perenne,
Sonrisas de hoja caduca.
¿De dónde viene la angustia
Que tiñe en rojo las dunas?
¿Qué monstruo invadió el camino
Que en vez de huellas dejó tumbas?
*
En las calles del Aaiún
Andan buitres carroñeros,
Con garras y sin plumaje
Venidos de otro desierto.
Una madre los ha visto
Corre y abraza a su pequeño:
-Que han llegado tantos buitres
Que te llevarán con ellos,
Busca algún negro refugio
Como son tus ojos negros
Que han llegado tantos buitres
Que te llevarán con ellos.
*
En las calles del Aaiún
Encarcelan a los pechos
Y se estrangulan las voces
Entre secuestro y secuestro.
Sombras de buitres armados
Que empiezan su picoteo
Con sangre, balas y porras,
Pues se alimentan del miedo.
La angustia armada de buitres
Ya señala con el dedo
Que las calles del Aaiún
No están demasiado lejos.
*
Buitres con cascos azules
Lamen con fingido beso
Rancio, amargo y con espinas
Las heridas que yo dejo.
Y buitres de verde estrella
Van llenando de agujeros
Ya veinte años de palomas
Que he lanzado por el cielo.
La tierra agita los brazos
En señal de sufrimiento
De dignidad indomable
De los indomables ecos,
Mas han llegado los buitres
Y los llevarán con ellos.
*
En las calles del Aaiún
Negra bóveda es el cielo,
No existen los ciudadanos,
Tan sólo existen los presos,
Mas ser libre o no ser nada,
Ser la ceniza o de fuego
La llama, solo depende
De la voluntad del pueblo:
Un joven con grandes piedras
Empieza su lanzamiento,
Se unen mujeres y niños
Y grita eufórico un viejo:
¿Ha de temer a la muerte
El que en vida vive muerto?
¿El muerto acaso no vive
Más que aquel que tiene miedo?
*
En nuestras vidas atadas,
¿Quién juzga quiénes son
Los que empuñan las espadas
Y los que empuñan la razón?
*
¿Quién impone los castigos,
Franceses o americanos?
Si no hay tiranos amigos
Que juzguen a otros tiranos.
*
¡Pues que el pueblo se libere!
Si de igual quieren juzgar
Al que mata porque muere
Y al que mata por matar".

Segundo clasificado: "Mi padre ha muerto" de Lucía Sánchez Sotelo

"Mi padre ha muerto. Ayer salió de la dahira y no ha vuelto como se fue; quiero decir que lo trajeron en una camilla, no dando patadas al polvo como era su costumbre. Fue a Auserd a visitar a su hermano, que está enfermo, que le falta la pierna y cuatro dedos de la mano derecha. Pero de eso no tiene la culpa mi padre, ni sus hermanos, ni mis abuelos. Tampoco yo, que soy un niño y apenas llego al borde del pozo. Cada mes mido mi estatura con el fusil de padre;  pronto lo sobrepasaré y podré ver el orificio del cañón desde arriba, y eso para mí y para los míos es importante, aunque en casa nadie quiere tenerlo porque dicen que es cosa del demonio….y de los marroquíes. Si no fuera por esa gente que vive en nuestro país no tendríamos armas, los abuelos nos hablarían de las leyendas del desierto y mi padre surcaría el mar en un pesquero.
Mi padre se perdió en la Hamada. El médico lo examina de arriba a abajo. Diagnostica la gravedad de las quemaduras, le da agua a sorbos, le anima para que narre lo ocurrido, pero mi padre solo habla del mar, de la brisa salada y de sus compañeros del pesquero, casi todos muertos, uno en España. Estira los brazos para mostrarnos el tamaño de la corvina que pescó cuando era casi niño. Medía dos metros. Se ríe, pregunta por madre y todos nos miramos en silencio: madre está a quinientos  metros de la jaima, en el cementerio. Al poco se duerme y sueña con aquel compañero canario del pesquero, que vuelve cada tres o cuatro años de visita, con medicinas, con un gran bizcocho y con la tristeza en la comisura de los labios. Patea las piedras de alrededor de la jaima, observa la acacia que crece junto al corral de cabras y musita “no lo hicimos, bien, no lo hicimos bien…”. Mi padre le dice en sueños que no tiene importancia, que algún día su pueblo volverá a admirar las olas del Atlántico, a introducir los pies en sus aguas, a contemplar la puesta del sol desde el puerto de El Aaiún.
Mi padre ya no volverá a pasear por las calles de su infancia, tampoco mi madre. El médico no le da más de tres días de vida. La hamada le ha vencido, la nostalgia también. Ya no podrá plantar avena en el humedal ni apoyar su espalda en el tronco de la higuera del patio de su casa abandonado hace muchos años. El médico me dice que la tristeza le ha vencido, que las medicinas pueden curar pero cuando el alma decide abandonar el cuerpo para no estar prisionera de los recuerdos, poco se puede hacer, hay que dejarla marchar.; seguro que sabrá encontrar el jardín de sus recreo.
Regreso con mis hermanas y hermanos del entierro. El fusil sigue apoyado en la pared. Me mido con él. Sin duda he crecido varios centímetros en un día. Ya puedo mirar por el orificio de la muerte. Mi hermana me besa en la mejilla y me susurra:¡has heredado el fusil de padre!. Eres un hombre y algún día nos llevarás a la casa de padre para recoger los frutos de la higuera y contemplar la puesta del sol. La miro y no sé que decirle. Temo perderme en la hamada, no encontrar el camino de regreso…han pasado tantos años, que solo quedan los relatos de madre antes de mandarnos a la cama.
Me llaman para practicar tiro con el fusil. Caminamos bajo un sol indolente, buscando un lugar alejado del juego de los niños. El horizonte de piedras no tiene principio ni fin. ¿Cómo pudimos vivir aquí tantos años sin desfallecer como pueblo?- me pregunto mientras intento reconstruir en un cielo de ceniza la sonrisa despreocupada de mi madre ordeñando la cabra-. El último parto la mató pero ya casi no tuvo leche para mi hermana menor. ¡En este pedregal los símbolos de la vida duran poco tiempo!.. Mi madre era lo más vivo de este lugar, mi madre y la esperanza del retorno. Ella ya no está y mis compañeros aseguran que la ONU obligará a Marruecos a aceptar su retirada del Sahara. Debería creerles: tengo el fusil de padre, las manos con los dedos completos, se orientarme por el desierto y comparto con mucha gente el secreto que las estrellas ocultan a nuestros enemigos. Ellas me hablan, me señalan con su luz el camino a seguir, me miran atentas y, a veces, me guiñan con sus voces verdosas; y cuando los marroquíes las miran desde El Aaiún ellas se burlan y les dicen, dejando de brillar, que son unos extraños en aquella ciudad y que pronto tan solo serán fantasmas deambulando por los laberintos de su avaricioso rey.
Me hablan de padre. Defendió su casa hasta que ya no le quedó bala alguna. Antes de marchar al exilio besó el tronco de la higuera que plantó su abuelo. Todavía guardamos un libro en español con una hoja de higuera seca. Temo tocarla para que no se esparza por la habitación como la arena del desierto. Mi hermana pequeña la quiere conservar intacta, dice que es el mayor tesoro que ha heredado, que yo tengo el fusil y ella la historia de nuestra familia, y que cuando volvamos a nuestra tierra serán más importante los recuerdos que las balas. Yo nunca he visto el mar pero sé como es, mi padre me lo describía con gran precisión: las olas, sus cabalgaduras de espuma, los barcos al fondo sobre un horizonte de mermelada azul. A eso le llama mi hermana recuerdos. No al fusil ni a los enemigos que abatimos en la hamada. La muerte no es un atributo de los pueblos; la alegría sí, el vivir en la tierra de nuestros ancestros, comer las frutas del mismo árbol que las comieron los abuelos, rezar en los mismos rincones y buscar los mismos escondites cuando hacemos una travesura.
Mi padre ha muerto. Siempre me dijo que cuando el faltara debería regar la higuera de la casa de El Aaiún. Pasarán muchos años pero volveré y la regaré, padre"

Tercer clasificado: Adiós mujayam de Raül-Manel Corrales Flores

"Los baches cesaron; quietud. El motor del todoterreno se detuvo; silencio. Mantuve la cabeza gacha. Casi podía ver los latidos de mi corazón a través de la ropa; se perseguían. No me atrevía a moverme, ni siquiera a mirar a través de los cristales agrietados de la ventanilla. Solo fui capaz de volver la cabeza el ángulo justo para mirar de reojo mi único acompañante y conductor de ese vehículo. Asintió con la cabeza. ”Puedes bajar a despedirte”. Su voz resonó en las profundidades de mi mente. Abrí la puerta y salí como pude, procurando no pisarme la darra-a. No lo conseguí; la pisé, como siempre, y caí de rodillas al suelo. No sentí ningún tipo de dolor. De soslayo, vislumbré como mi acompañante hizo ademán de ayudarme, pero se detuvo. Por dicha, ya no era consciente de que me acababa de caer; el roce de aquella arena tan fina en mi piel absorbió mi atención al instante. A los pocos segundos, ya ardía como si se tratara de brasas, pero eso no importaba. Perdí la mirada en un punto que no sabría decir cuál era. Ni siquiera parpadeaba. Quedé deslumbrado por un reflejo que fue escondiendo poco a poco aquel paisaje. Finalmente, en mi cabeza desapareció cualquier pensamiento y solo quedó impregnado el negativo de la imagen de aquellas tierras. Aquellas tierras que, aunque me habían visto nacer y crecer, no podía llamar mías. Aquellas tierras que, aunque me habían visto nacer y crecer, solo eran prestadas…
Bajé la mirada y tomé un puñado de arena; con el puño cerrado, dejé que se deslizara entre mis dedos. La sensación de esos pequeños granos acariciando mi piel era comparable al tacto del mejor terciopelo. Aquella sensación me transmitía seguridad; sabía que estaba en casa. Levanté la vista y la paseé por todo mi alrededor: arena y piedras; neumáticos gastados marcando algunas de las calles; carrocerías sin motor que antaño habían circulado sobre aquellos terrenos; desechos diversos completaban el decorado de aquel triste escenario. Las viviendas, construidas con la misma arena que ahora se escapaba de mis manos, se alzaban desafiantes por todas partes de forma desordenada. Podía perder la vista en una explanada inmensa que terminaba en un horizonte donde se fundían el triste marrón de aquel árido paisaje con el triste azul de aquel cielo. Aquel era el único horizonte que yo conocía; nunca aún había podido ver el mar de mi tierra, mi tierra anhelada…
Todos los coches habían salido ya, solo quedaba yo. Aquella era la primera vez que pisaba el mujayam y me sentía solo. Soy hijo del desierto, he crecido en el desierto, pero era la primera vez que sentía aquel lugar tan desértico. No había experimentado nunca, hasta ese momento, la sensación de soledad que de golpe me invadía; nunca había echado de menos, hasta ese momento, el sonido de un animal; nunca había echado de menos, hasta ese momento, el ondeo de una planta; nunca había echado de menos, hasta ese momento, algún indicio de vida. Incluso el viento parecía haberse alejado. La angustia se me tragaba. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y los ojos se me humedecieron, no sé si por pena o alegría, dado que estaba triste y contento a la vez. Triste porque tenía que despedirme del lugar donde habían vivido mis ascendientes durante los últimos treinta y cinco años, triste por el camino que dejaba atrás, pero contento porque, por fin, nuestra patria era libre, contento porque, por fin, podíamos volver a nuestra patria…
Con la mirada perdida y la visión medio borrada por un velo que cubría mis ojos, divisé la figura de un niño cubierto de polvo y con los mocos resecos en la nariz. Corría tras los cooperantes llegados de otros países. Estiraba las manos con cara triste y la cabeza gacha, pero aquella carita solo era una maniobra para conseguir su trofeo. Una vez tenía los caramelos en sus manos, se dibujaba la sonrisa más grande que se haya podido ver en la faz de la tierra, se dibujaba la sonrisa más pura y más sincera que nadie haya expresado nunca. Aquellos caramelos eran el mejor regalo, porque aquellos caramelos eran todo lo que él deseaba. No necesitaba nada más. Cerré los ojos y recordé el sabor de aquellos caramelos…
Otra vez el mismo niño. Ahora, jugaba con su abuelo. En las miradas que cruzaban se palpaba el amor que desprendían. Recuerdo que siempre me enseñaba orgulloso las cicatrices que le había dejado la guerra. En un momento como el de ahora, le echo de menos más que nunca. Pensar en mi abuelo me entristece, pero ahora es momento de estar contento. Yo solo tenía once años, pero lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Mi abuelo estaba tendido sobre las alfombras, con toda la familia a su lado. Me pidió que me acercase y me cogió de la mano; su piel estaba fría. No podré olvidar nunca sus palabras: “Esta es la última vez que mi pensamiento se materializará en palabras; son todas para ti. Esta es la última vez que podré expresar mis sentimientos con una mirada; fija tus ojos en los míos, porque estos sentimientos son de amor y son todos para ti. Esta es la última vez que podré sonreír; esta sonrisa es toda para ti. Sé que un fragmento de mí se quedará dentro de ti y es por eso que tengo que pedirte el favor más grande que he pedido nunca. Me duele el corazón cuando pienso que yo no podré ver mi tierra liberada, pero estoy seguro que tú sí lo harás. Cuando llegue ese día, solo quiero que me recuerdes un instante, de esta forma, esta pequeña parte de mí que ahora se queda contigo, podrá sentir también la sensación de la libertad”. Se lo prometí. Estas fueron sus últimas palabras. Después de esto cerró los ojos y ya no los abrió nunca más. Ojalá mi abuelo estuviera aquí a mi lado, ojalá pudiera acompañarme de la mano en esta nueva etapa; ojalá supiera que nuestra tierra respira un nuevo aire, ojalá pudiera sentir esa sensación de libertad que ahora nos envuelve y que él tanto deseaba…
Todo está oscuro. La cabeza me da vueltas. No puedo pensar, tengo la mente saturada. Siento todo mi cuerpo entumecido. Intento moverme, pero un cosquilleo recorre hasta la punta de mis dedos. Intento ver cualquier cosa a mi alrededor, pero no lo consigo. Creo que tengo los ojos cerrados. Intento abrirlos, pero me pesan mucho los párpados. Los tengo prácticamente pegadas. Consigo ver una línea de luz. Me deslumbra. Lo vuelvo a intentar. Esta vez sí, consigo abrir un poco más los ojos. Creo que estoy acostado. Una mujer se me acerca, pronuncia unas palabras, pero no consigo entenderla. Hace señas para que se acerque alguien más. Se acerca un hombre que viene directamente hacia mí, me abre un ojo con dos dedos y me enfoca con una linterna. ¿No ve que me molesta? Me hace lo mismo con el otro ojo. Intento decirle que no lo haga, pero no consigo articular palabra. Se mira a la mujer y niega con la cabeza. ¿Que no qué? ¿Por qué no puedo oírlos? Consigo inclinar un poco la cabeza y veo que hay mucha gente a mi alrededor. Son todos vecinos míos. Están manchados de tinta roja. Estoy muy asustado, no sé qué pasa. Justo a mi lado, veo a mi hermano pequeño. Intento gritar su nombre, pero no responde. No se mueve. Quiero decirle que no tenga miedo, quiero abrazarlo, pero no me puedo mover, casi ya no siento mi cuerpo…
De repente, aparecen dos recuerdos en mi cabeza. En uno, estoy de rodillas en el suelo, con la arena deslizándose entre mis dedos y observando los campamentos desérticos. En el otro, oigo una explosión y disparos; salgo de la jaima y veo que todo el mundo corre y grita. Los dos se me mezclan, pero no me resulta difícil adivinar cuál es fruto de mi fantasía. No me resulta difícil adivinar cuál es un pedacito de un deseo roto…
Tal vez me estoy muriendo y no me importa, pero tengo miedo. Tengo miedo de morir en la incertidumbre de no saber qué será de mi tierra. Tengo miedo porque no podré hacer realidad el último deseo de mi abuelo. Tengo miedo, porque mi hermano solo tiene siete años…
Perdóname, abuelo, por no haber cumplido mi promesa".






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