Me llama el entrenador de
mi hijo y me dice que ha leído un poema de Bopi Slavhe, que si lo
conozco (el poema y el autor), que desconocía la espiritualidad de
la poesía serbia. Le digo que sí, que Slavhe tiene una producción
literaria muy interesante manchada, ¡es una pena!, en los años
noventa por su militancia nacionalista. Quizá un serbio de Sarajevo
no podía adoptar otra aptitud, pero Bopi sí; al menos debió
tomarla, haberse opuesto a los designios homicidas de Karadzic.
Slavhe es el poeta de las
contradicciones: utiliza metáforas florales en plena guerra, de los
racimos de bombas surgen birlochas multicolores que ascienden más
allá de las nubes arrastradas por el humo de las explosiones. En
algún momento parece que dulcifica la soledad del alma atormentada
con un cuenco de ojos asilvestrados que observan su soledad en una
habitación con muros de aire. Nadie antes consiguió esa imagen
onírica, difícilmente nadie lo conseguirá en un futuro lejano.
Bopi Slavhe termina amando
la guerra, la hace corazón de sus sonetos, la acuna en los
crepúsculos de la vida, encharcándola en un azul vaporoso, fruto
gelatinoso que nos recuerda el árbol del Edén. Sus guerreros aman
la lucha, se pasean en triciclos mientras las bombas estallan en
derredor, rezan a las ninfas de los estanques rodeados de nubes de
azufre, juegan y ríen mientras leen en las aguas profundas de un río
de escombros la prosa aterciopelada de “Sarajevo y su metralla”.
Me llama el entrenador de
mi hijo y me pregunta si he leído a Bopi Slavhe. Le digo que sí,
desde principios del otoño pasado, el serbio de Sarajevo es mi autor
de cabecera.
El autor de la fotografía es Mieza Ajanovic
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