jueves, 16 de octubre de 2014

Una tarde temprana de agosto

Fue la segunda caída, o la tercera                                               
(para el caso los proverbios son inútiles).
En medio del campo,
con dos hileras de arbustos espinosos
rodeando la piedra manchada de sangre,
el mechón amarillo de cabello un poco más allá,
cerca de riachuelo,
y la mano asolada por las moscardas
de una tarde temprana de agosto.

Rebaño de muerte,
en lontananza la luz de los álamos
y más allá,
en el corazón envuelto de polvo,
la mansa mirada del pastor
y su pelaje sucio y deshilachado.

¡Si al menos el perro ladrara
cuando el viento sopla del bosque,
o cuando las aguas brotan del corazón de la tierra
y las barcas se balancean levemente
con los cantos lanzados en derredor,
espejando el cristal
que refleja peces oscuros y cangrejos antediluvianos!.

¡Si supiéramos defendernos de la lluvia de redenciones
que se apelmazan en los limos de la sequía,
mirar el sol con la mano de visera
y el alma de misterios abiertos
a la brillante claridad del páramo!.

Mentiras,
hemos aprendido a mentir
(y a reescribir lo pensado)con la materia del olvido.
Y allí, en aquella colina blanca,
se alzan sobre la perpendicular del desierto
(rastrojos amarillos, relojes de arena y ovejas de lana pardusca)
molinos de encalado negro,
velas blancas
y el armazón petrificado de una clase social náufraga
que todavía guarda reaños
para embalsamar sus mortecinas verdades
en tinajas de barro rojo
o en la carcoma interior de un olmo centenario,
espasmo inútil de longevidad frente a lo sempiterno:
la espadaña, la cruz de latón y el calabozo de los perros,
enfermos todos de tristeza
y de luna ausente.

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