domingo, 2 de noviembre de 2014

La llovizna humedecía apenas las hojas de los álamos




La locomotora se detuvo en la estación por primera vez en veinte años. El esqueleto de un pasajero que perdió el último tren permanecía erguido sobre el banco, los huesos de las piernas cruzados, una flor marchitándose en la mandíbula entreabierta. Al otro lado de las vías, el viento agitaba los álamos que habían crecido en los cúmulos de tierra oscura y en los fondos de las excavaciones de los que nunca se erigieron los pilares de cemento.
El viento olía a olvido como hacía veinte años, cuando el último tren, del que descendieron los ilustres viajeros, se detuvo en la estación. Entonces, los globos de colores adornaban el esqueleto de metal de la antigua estación, las banderas patrias crecían como setas en los húmedos bosques otoñales y la cinta de inauguración encandilaba con sus brillantes colores en una mañana triste, de cielos grises y llovizna cansada.
El último pasajero, con las piernas cruzadas, contemplaba el paisaje matinal con la melancolía de los antiguos creyentes, los que murieron en las catacumbas y a los que el huracán de las desvergüenza política dejó desnudos en la segunda década del Siglo XXI. Había comprado el billete de ida, a Toulouse, a Frankfurt, a Rüsselsheim, a quién sabe qué agujero de las tierras del norte. Por entonces no le crecían flores en la boca, solo el amargo sabor de la retama, el hastío, la desesperación por la pérdida de las raíces que alguna vez pensó poseer para siempre.
Los ilustres viajeros descendieron del vagón de primera clase con las tijeras afiladas, con la mirada fija en la cinta, con el viento alborotando sus cabellos de platino. Era mes de inauguraciones, como cada cuatro años. El oficio de afilaor prosperaba en estos días primaverales. ¡Eran tantas las cintas que había que cortar, tantas las semillas de ilusión que había que sembrar en las almas cándidas!.
Era mayo.
La llovizna humedecía apenas las hojas de los álamos.
El cielo era gris.
Las nubes, oropeles de bambú.
El viajero observó el billete de viaje. Lyon, Copenhague, Estocolmo, ¿por qué no Yakutsk, junto al río Lena, entre diamantes y hielo?.
Los viajeros ilustres, cortadores de cintas, con sus cabellos plateados, con sus programas electorales bajo el brazo, y sus sonrisas de triunfadores, poetas de rimas duras como el cuarzo, vendedores de felonías envueltas en papel de regalo, saludaron al público, a un obrero con orejeras antiruído que transitaba por el andén con el contrato para un día en la mano, al cielo gris de la mañana y al susurro de los álamos agitados por el viento. Una orquesta tocó el himno a la alegría, un asesor susurró algo al oído del señor presidente, otro pensó durante unos segundos en su futuro incierto y el de más allá reflexionó sobre lo injusto que podía resultar el mercado electoral, sobre todo con él, tan sagaz, tan leído, tan necesitado de reconocimiento público.
El viajero descruzó las piernas, se masajeó los muslos, buscó la hondura del vuelo de los vencejos, soñó en el crepúsculo de los charlatanes y sus tijeras recién afiladas, en un huracán que limpiara la atmósfera de la pestilencia estancada. Los sueños son libres, no están constreñidos por las tapias de los cementerios de la economía- pensó una milésima de segundo antes de que el señor presidente cortara la cinta y diera por inaugurada la obra de soterramiento de la estación-. Volvió a cruzar las piernas y entonces el tiempo se detuvo, se quedó quieto para siempre.
Era mayo.
La llovizna cesó.
El cielo hundió en su pecho cóncavo las hojas recién afiladas de las tijeras.
Los bloques de hielo descendían ruidosos por el cauce del río Lena.

Los ilustres viajeros subieron al tren, se llevaron los votos y los travesaños de las vías, saludaron desde las ventanas del vagón de primera, se tragaron la saliva y la hiel y se citaron para otro mayo, cuatro años después, acaso con un cielo brillante pero con el agujero de la desesperanza excavado en el corazón de un pueblo...

No hay comentarios: