jueves, 7 de mayo de 2015

Una ciudad perfecta


La ciudad era perfecta, al menos para sus propósitos. De tamaño medio, todavía había gente que la consideraba un pueblo donde todo el mundo, o casi, se conocía, donde las relaciones sociales eran formalmente modernas pero en el fondo tan clasistas como las habían sido siempre, desde la Restauración y más allá, hasta los primeros pobladores de la conquista cristiana que se apropiaron de los vergeles, de los valles y de las tierras mejores. Llegaron de Castilla y de la Corona de Aragón, si hacemos caso a los cronistas, los modernos y los contemporáneos, que tejen la historia con el hilo dorado que guía los designios de las clases dirigentes.
Todavía a principios del Siglo XXI, los linajes se repartían el pastel: unos se deleitaban con el chocolate que impregnaba el papel moneda, otros con el aroma desbordante, sobre todo en abril, de la llamada cultura popular, los de más allá dictaban la ideología o la forma de pensar y de comportarse; todo regado con el elixir orgásmico del poder: la sensación de impunidad y esa prepotencia, insoportable en otras latitudes, que solo ofrenda sumisión. Aparte quedaban los recién llegados, pero éstos, si alguna vez habíamos creído en ellos como una esperanza en el erial habitado por sombras, que no por ideas, de la ciudad, pronto eran arrastrados por la corriente de los convencionalismos y se integraban en el orden inmutable de la realidad vivida.
Así era y así fue durante siglos. La perspectiva de una forastera circunstancial, de una viajera con la biblia en la mano, o con papel y pluma en el leve equipaje que se lleva cuando se va en busca de  aventura, no podía ser, al menos en los primeros momentos del encuentro y del enamoramiento o repulsión, la misma e inmutable de las clases dirigentes. Si la primera podía otear desde la atalaya de la ignorancia lo que, caótico u ordenado, se le ofrecía a la vista, oído y sabor de las calles, plazas y jardines de la ciudad y sacar conclusiones no contaminadas por el anodino transcurrir de generaciones enteras, las segundas vivían desde el Siglo XIX atrofiadas en su pensamiento recurrente y autocomplaciente.
Así era aquella ciudad de tamaño medio, perfecta al menos para los propósitos de una observadora llegada de tierras boreales, allí donde la distancia y el pétreo rumor de la naturaleza escribían en sangre que los hombres, y mujeres, eran iguales ante la muerte. Llegar con pluma y papel, también con lienzo, caballete y pincel, pero, sobre todo, con el corazón envuelto en la cáscara de cierto cinismo social que nos hace libres, a aquella ciudad, a finales de abril, cuando el azahar flotaba denso en el aire, no debió sorprender a los que deseaban soñar que los extraños se acercan a nuestra ciudad buscando la luz, esa luz que diluye en fuegos de artificio el carboncillo de las sombras.
“… un resplandor
Sostiene bien estos cielos
Ya plenarios del estío
Pero leves para el brío”
Jorge Guillén

Llegó el primero de mayo, ya casi nadie se acuerda. Llegó buscando en el paisaje lo que faltaba en su corazón; tal vez lo que de pautado, sobraba en su cerebro. De aquello y de esto escribiremos en Las Horas Sitiadas