domingo, 28 de febrero de 2016

En lo alto del álamo


Fuimos en algún momento descubiertos en lo alto del álamo, apoyados en una rama, observando el crepúsculo y más allá el ardiente hielo de la aurora boreal. Éramos tú y yo y el viento de la atardecida que nos traía las voces del bosque blanco. Y muy lejos, tal vez más allá del océano, y del delta del río, y del viaje de los salmones, y del hocico de los osos pardos rozando la espuma de la cascada, y del corazón del águila dominando los límites de la salvaje creación, nuestros enemigos. Porque éramos inmensos, tú y yo, y no había infinitud que pudiera abarcarnos con sus dedos de polvo azul. En lo alto del álamo, nos sentíamos dioses verdaderos y despreciábamos a esos diosecillos del Antiguo Testamento, del Olimpo, de los bosques del círculo polar, de las grandes catedrales y de la carcoma de los santuarios renacentistas. Éramos y nunca dejaríamos de serlo, amando las estrellas o tallando las nubes con nuestros corazones de miel.
En algún momento las estrellas se fundirían en un espejo de sentimientos. Llevábamos millones de años esperando ese momento: en el álamo, en la hoja del abedul, en un orgasmo inmortal, tú encima, yo contemplando el arco iris cada vez que tu cabello se erizaba y refulgía en la penumbra. Nos amamos hasta desfallecer, ¿lo recuerdas? Era enero, tal vez febrero. Los almendros habían florecido, la vida brotaba de las cáscaras ocres del invierno, las nubes se alargaban en el horizonte, las laderas olían a humedad y a misterio. Y nosotros, tú y yo, tu sexo y el mío y la convicción de que el mundo había decidido suicidarse lentamente. ¿Qué más podría decir si acallabas mi voz con un beso, con tu piel cubriendo la mía, con tu mirada de miles de luciérnagas burlonas, si no era te amo, te amo, te amo…?
Te amaba. Cuando leíamos la poesía de Eloy Sotelo, cuando sentíamos su frío en el infierno de Leningrado, cuando bebía ávidamente sus versos en tus labios, cuando tú lo hacías en los míos, cuando las palabras del poeta crecían hasta rozar con su hermosura la incandescencia de las estrellas, te amaba. Los poemas de Sotelo a su compañera llorando en el puerto de Alicante, la sombra de las palmeras, la lluvia leve empapando con su rencor de victoria las ropas de la derrota. Dieciocho poemas te leí aquella madrugada, dieciocho veces me pediste que te abriera al Cosmos con el huracán desatado por la descripción de las calles de hielo y las ratas royendo el cuero de las botas. No podíamos hacer otra cosa. La lluvia helada golpeaba nuestros cuerpos sin súplicas que pudieran evitarlo. Éramos inmensos, el Universo no podía abarcarnos con su infinitud, pero éramos pequeños, débiles, inseguros. ¡Qué contradicción, amor mío! Nuestros sueños llegaban hasta la nada pero una gota de agua nos atemorizaba.
Y ahora, dos mundos después de nuestra caída definitiva, cubiertos ya con una hoja de parra, todavía te amo. Y tú lo sabes porque seguimos siendo un alma escindida en dos cuerpos. Semilla, yemas, un retoño, la flor que se abre y brilla como una perla que contiene en su interior toda la luz de la Vía Láctea. Esa eres tú y yo, y yo, a veces me siento polvo estelar que te rodea y te posee. Pero solo a veces. Otras intento huir de mí mismo y entonces me encuentro en ti, porque soy tú y tú eres una extraña subida a un álamo, que contempla como me vacío descendiendo a la húmeda tierra y confundiéndome con el humus.
Fuimos en algún momento descubiertos en lo alto del álamo. Y entonces nos separaron. Nos encerraron en vidas que no deseábamos y nos llevaron más allá del ardiente hielo de la aurora boreal. Eso fue cuando mis labios sabían a los tuyos y mi cuerpo y el tuyo corrían sin sentirse por el mismo cauce de la vida.

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