lunes, 21 de marzo de 2016

Humillación


Cuando descubrimos la inmortalidad, hace ya 600 años, creímos que la muerte era necesaria, al menos para las ratas que convivían en las mismas cloacas que nosotros. Era insoportable verlas contemplando el mar durante semanas, sin que parpadearan o giraran levemente la cabeza buscando el golpe de viento. Era insoportable saber que, como nosotros, respiraban por las mismas heridas eternas o se recostaban en la hierba para contemplar el hormiguero bajo el sol o la tormenta de un atardecer de agosto. Eran ratas, pero como nosotros se sabían eternas aunque su mordisco ya no transmitiera enfermedades sino más vida después de la vida.
Vivimos con ellas desde hace seiscientos años, en los palacios y en las chabolas. Acompañaron a los reyes en las frías salas de los castillos, contemplaron los amores incestuosos, las violaciones, las noches toledanas, el desprecio a los plebeyos, el brillo de la espada penetrando en la carne, el nacimiento de tiranías, la traición. Desde las atalayas del poder vieron las caravanas de los comunes huyendo de la guerra, atrapados en los lodazales, a merced de los lobos que gobernaban los bosques. Aquella gente de abajo, aquella multitud de hormigas que corrían de un lado a otro buscando un agujero donde esconderse de las refriegas señoriales o se ahogaban en la sangre de las barrancas, secas en los escasos años de paz.
Fuimos testigos de su complacencia con la barbarie. Cruzaron los océanos en las bodegas de los barcos, escondidas, recostadas en el trigo, bebiendo el vino de los capitanes que, entre borrachera y borrachera, oteaban con el catalejo el horizonte buscando bahías de arena de oro, aguas turquesas y cadenas de esclavos. ¡Oh, aquellos siglos iniciáticos! Edificamos sobre la miseria las grandes fortunas que nos hicieron los amos del mundo, y a las ratas nuestros vasallos más fieles. Antes de los primeros ilustrados, antes de que Jonathan Swift propusiera a los irlandeses la venta de sus retoños para que los terratenientes los cebaran y se los comieran como melosos lechones. Alrededor, la muerte. Pero ellas eran inmortales y nosotros atesorábamos milenios de áurea eternidad. Y ambos, ellas y nosotros, supimos robar las tierras comunales para cultivar la servidumbre entre bosquecillos y riachuelos.
Crecieron los arrabales extramuros, ríos de orina y excrementos, se levantaron altas chimeneas en los valles alguna vez verdes y el mundo conocido, no más allá de la ladera cercana, se llenó de hollín, nubes de cuervo y humillación. Era la nuestra la mejor de las vidas. No os quepa duda. Hasta los ilustrados nos envidiaban y los déspotas se postraban ante nuestros pies pidiéndonos una prórroga en su decadencia definitiva. Seiscientos años de eternidad y ya la tormenta se cernía sobre la paz de los cementerios. De ratas y ratones, de ratones y hombres.
Ahora que te escribo estas palabras, amor, no hay vida en los mares. Se la bebieron los peces cuando supieron que su mundo era efímero. Tampoco la hay en la luna, donde te espero escondiéndome de los matarifes que me llaman hermano. Huir eternamente de seres espectrales que siempre te pisan los talones en una huida sin tiempo y sin espacio. Huir de las ratas que habitan en tu mente y en tu hígado. Hace seiscientos años que nos sentimos seres únicos. Junto a nosotros solo queda el olvido, todo lo demás (el amor, la amistad, el honor, la solidaridad…) fue abandonado en los campos de batalla mientras la Humanidad se desangraba y los bebés eran engordados con televisión para estar más tiernos y que las ratas pudieran mordisquearles los dedos de los pies.
Hace seiscientos años que descubrimos la eternidad. Construimos catedrales en los páramos del alma y las llenamos de mentiras. Desde entonces somos felices aunque vivamos en palacios de papel y contemplemos las inmundicias de nuestra cultura.

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