martes, 15 de marzo de 2016

Los enemigos del pueblo




En 1882 Henrik Ibsen escribió Un enemigo del pueblo. El doctor Thomas Stockmann descubre que el manantial de un establecimiento de aguas termales está contaminado y es un peligro para la salud pública. Pero las “fuerzas vivas” del lugar acallan su descubrimiento con el argumento del daño que se ocasionará al pueblo si el análisis químico que constata la contaminación es publicitado en el periódico local. Finalmente, el médico es exilado del lugar como enemigo del progreso, como un enemigo del pueblo. La obra de teatro fue escrita hace casi 130 años y acaso ilustre las diferencias sociales y culturales, pero también económicas, que todavía separan a las sociedades nórdicas de la española. Un enemigo del pueblo fue escrito en la época de la llamada Restauración Española. Ya se sabe, terratenencia, industrialización muy limitada y caciquismo generalizado. Una etapa de corrupción total bajo el disfraz democrático de la alternancia de dos partidos monárquicos que se repartían el poder y los réditos que éste proporcionaba bajo la batuta directora del Rey. 
Obras como la citada Un enemigo del pueblo Casa de muñecas no eran imaginables en una sociedad mediterránea como la nuestra. O si lo eran no transcendían más allá de unos pocos lectores más o menos radicales. La sutileza con la que Ibsen trata el tema de la igualdad de género o la prevalencia de la verdad y el deber público sobre el desnudo cálculo económico, la utilización del “bien común” para ocultar intereses particulares, no existe en la literatura española. Debe formar parte de un debate social más avanzado y más rico en sus planteamientos. Desde la perspectiva de nuestros pensadores neoliberales o liberales seguidores de la Escuela Austriaca de Economía (por no mencionar a su pope Hayek), Noruega y su entorno, dado sus fuertes lazos de solidaridad social y la organización económica que establece un suelo mínimo de decencia redistributiva, deberían haber naufragado y sus economías deberían ser altamente ineficaces. Porque lo que ellos llaman socialismo, es decir, la caricatura que ellos hacen del socialismo, solo puede abocar al fracaso económico y a la miseria más o menos general. No parece que esto haya ocurrido, tampoco que los debates públicos, en los que participa prácticamente toda la sociedad y que duran meses y a veces años, sobre las reformas económicas o de los mecanismos de solidaridad establecidos hayan estancado el desarrollo económico y la prosperidad general. Todo lo contrario de lo que ocurre en nuestro país. Aquí se acuerda una contaminación ideológica de la Constitución sin discusión previa, a las bravas; aquí se llegan a unas elecciones sin programas electorales definidos. Solo se habla de liberalizar, de eliminar los obstáculos que impiden el libre desenvolvimiento de los emprendedores que, como no podría ser de otra forma, son los empresarios. Sin coste alguno, por supuesto.
Leer artículos de miembros de colectivos como, por ejemplo, Ciudadanos para el Progreso, escuchar ciertas emisoras de radio y televisión en los que el lenguaje dominante es de una simplificación exasperante y en los que se presupone que volviendo a Adam Smith entraremos en una fase de desarrollo económico sostenible y eterno, es desconocer la historia y sus lecciones. Por ejemplo, para nuestros liberales el resurgimiento del comercio en la Edad Media, la prosperidad de los burgos, la creación de mercados y ferias demuestran la potencialidad del mercado y de la búsqueda del lucro personal y/o grupal. Solo falta hacer los caminos seguros frente a los salteadores y asesinos. Es verdad, la legislación mínima debe favorecer la libertad del intercambio eliminando los elementos extraños que distorsionan tal objetivo. La horca y el hacha son la mejor solución; posteriormente lo serán otras formas de represión colectiva tan queridos por los neoliberales, por ejemplo los golpes de estado. Que se lo pregunten a Kissinger. Cuando una sociedad toma constancia de la existencia de desigualdades sociales inaceptables y opta por políticas económicas que priman la cohesión social sobre el desarrollo descontrolado son tildadas de ineficaces y enemigas del progreso. Aquí el progreso tiene un significado muy laxo; se supone que la gente emprendedora es feliz fabricando artilugios, vendiéndolos y enriqueciéndose, y que el resto de la gente, los que somos no emprendedores, somos felices consumiéndolos. También que la gente siempre y en cualquier caso optaremos por el ingenio humano frente a otras consideraciones, por ejemplo la permanencia de un bosque junto a un lago. Los defensores del medio ambiente desconocen el alma humana que busca la perfección siempre, y que remodela la naturaleza en un nuevo diseño inteligente cada vez más divinizado.
Para nuestros liberales, los enemigos del pueblo somos la gente decente que cree en un desarrollo sostenible frente a la ficción del avance científico ilimitado que siempre y en todo caso se adelantará a los efectos negativos del desarrollo sin barreras; también los que creemos que la riqueza de las naciones es una conquista colectiva y que su reparto debe ser, por tanto, lo más equitativo posible. Por supuesto, los que creemos en las elecciones individuales y colectivas de las personas, tanto privadas como públicas.
Para nuestros liberales gente como Ibsen son antiprogresistas, arcaicos, medievales y la literatura es, como el resto de los bienes humanos, mercancía. 


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