viernes, 29 de abril de 2016

Mi padre ha muerto




Mi padre ha muerto. Ayer salió de la dahira y no ha vuelto como se fue; quiero decir que lo trajeron en una camilla, no dando patadas al polvo como era su costumbre. Fue a Auserd a visitar a su hermano, que está enfermo, que le falta la pierna y cuatro dedos de la mano derecha. Pero de eso no tiene la culpa mi padre, ni sus hermanos, ni mis abuelos. Tampoco yo, que soy un niño y apenas llego al borde del pozo. Cada mes mido mi estatura con el fusil de padre; pronto lo sobrepasaré y podré ver el orificio del cañón desde arriba, y eso para mí y para los míos es importante, aunque en casa nadie quiere tenerlo porque dicen que es cosa del demonio… y de los marroquíes. Si no fuera por esa gente que vive en nuestro país no tendríamos armas, los abuelos nos hablarían de las leyendas del desierto y mi padre surcaría el mar en un pesquero.
Mi padre se perdió en la hamada. El médico lo examina de arriba a abajo. Diagnostica la gravedad de las quemaduras, le da agua a sorbos, le anima para que narre lo ocurrido, pero mi padre solo habla del mar, de la brisa salada y de sus compañeros del pesquero, casi todos muertos, uno en España. Estira los brazos para mostrarnos el tamaño de la corvina que pescó cuando era casi niño. Medía dos metros. Se ríe, pregunta por madre y todos nos miramos en silencio: madre está a quinientos metros de la jaima, en el cementerio. Al poco se duerme y sueña con aquel compañero canario del pesquero, que vuelve cada tres o cuatro años de visita, con medicinas, con un gran bizcocho y con la tristeza en la comisura de los labios. Patea las piedras de alrededor de la jaima, observa la acacia que crece junto al corral de cabras y musita “no lo hicimos, bien, no lo hicimos bien…”. Mi padre le dice en sueños que no tiene importancia, que algún día su pueblo volverá a admirar las olas del Atlántico, a introducir los pies en sus aguas, a contemplar la puesta del sol desde el puerto de El Aaiún.

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jueves, 28 de abril de 2016

Aclaraba el sotobosque


No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. El calor de finales de junio, pocos días después del solsticio de verano, me tenía encerrado en casa, con las persianas bajadas, leyendo en penumbra no recuerdo qué drama de Shakespeare. No sabía si morder la manzana o dejar que se agusanara con las otras manzanas del frutero. La poesía se apilaba en el cráter de la madrugada, poco antes de las cuatro. Luego, a las cinco, me preparaba el café y la tostada, y desayunaba contemplando las oscuras espesuras de los árboles del parque. Una mujer paseaba con un dálmata. Tenía el cabello castaño y nunca la veía de día. Ni en la calle, ni en los comercios del barrio, ni sentada en un banco del jardín infantil, ni camino del trabajo, ni volviendo de él. Solo al amanecer, caminando pensativa entre los árboles, llamando al perro, acariciándolo, arrodillándose para recoger con un guante y una bolsa sus excrementos. Parecía una mujer sola en el mundo. Rodeada de árboles, de flores, de senderos, de estanques de agua verdosa. En aquel parque de diez hectáreas o más, rodeado de edificios, en donde la hierba olía a fuel y los mirlos cantaban al amanecer.
Bebía el café a sorbos, mordisqueaba la tostada con desgana. ¡Ese calor de las primeras noches del estío!, ¡esa terrible soledad de los largos días de junio! El cadavérico escorzo de la ciudad buscaba los últimos hilos algodonados de las nubes. Desde las blandas azoteas casi se podía besar el último adiós de los cielos grisáceos que ya no regresarían hasta casi el fin del mundo (o de nuestras existencias). Quién sabe… El café sabía a tristeza, a una terrible y solitaria tristeza. Pocas horas después, a media mañana, el café sabría a una terrible y solitaria tristeza. Y en la reunión de la tarde, mientras se decidía el futuro de la empresa, de una hipoteca o del desenlace de este escrito, el café quemaría con la incandescencia de un volcán liberado. Y sin embargo, yo sabía que, en algún momento, las invisibles tijeras del destino cortarían en dos nuestras vidas, volviendo a unirlas en extraña contradicción.
No es verdad que la naturaleza fuera violenta. Ahí enfrente, en lo profundo de ese parque de diez hectáreas, en el lugar de la ardilla o del cisne, cuando la luna se reflejaba tenue en el cristal verdoso del estanque o las olas de viento cimbreaban entre las ramas de los arces, no había violencia. Tampoco la había en el paseo por el parque de esa mujer de cabello castaño, ni cuando llamaba a su perro para susurrarle al oído los secretos que ningún ser humano ha conocido o conocerá jamás. No. Incluso había algo de pacífico en la lucha por la vida. El pez grande se comía al chico, pero antes no lo torturaba, no jugaba con él y con sus esperanzas, no le enseñaba un futuro cegado por la desesperación o por el desgarro de la nada existencial. Describir la naturaleza como un campo de batalla, en el que los más afortunados eran moribundos que lamían sus heridas a la sombra de los castaños, puede que sirviera a los propósitos de poseer, de mandar, de ser obedecido de alguna gente, pero no te describía a ti, ni a mí, ni a esa hermosa historia de amor que surgió aquel amanecer. En realidad, no describía nada de lo que amábamos, ni de lo que hubiéramos querido amar si nos hubieran dejado edificar palacios de cristal con la niebla que envolvía de carne el bosque.
Ya el amanecer aclaraba el sotobosque. Todavía sentía en la piel la brisa de la madrugada, la humedad de tu cuerpo aproximándose en oleadas arrítmicas, las blancas crestas de un mundo terrible que se apagaba cuando el sol abría ventanas de luz en la floresta. A un lado de la mesa, el café y la tostada, al otro un libro abierto en mitad de un corazón que latía y que amaba. La tierra estaba desnuda y deseaba abrigarte con ella, pero el asesino ya no tenía escapatoria. Resbaló en un rayo de sol y su cuerpo flotaba boca abajo allá en el estuario, junto al naufragio de toda una generación. Tal vez alguna vez lo amamos, y pronunciamos su nombre con respeto, y le dimos nuestra confianza para que creara paraísos en los yermos; pero ya no quedaban paraísos (hay gente que afirma que nunca los hubo, que todo fue ilusión), solo esos infinitos paisajes desolados que se extienden hasta el horizonte y que llamamos mentira.
No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. Lo hice al amanecer pero no tuve respuesta. Saltó el contestador del teléfono y supe que no estabas sola. Miré por la ventana y la vi caminar solitaria entre el jazmín. El dálmata tensaba la correa mientras ella intentaba escuchar el canto del mirlo.
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http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2016/04/aclara-sotobosque

domingo, 3 de abril de 2016

Sueños abajo

La mirada baja envuelta en una gota de rocío. Sueños abajo, descubrimos que no es  llanto en el rostro sino la bruma de la mañana la que empaña sus ojos. Alrededor, las vallas de concertina con postes en forma de i griega cierran el campo haciendo inaccesibles las verdes colinas cercanas. El acero galvanizado brilla con sus cuchillas afiladas. No hay rastro de sangre. La lluvia la lava y la mezcla con la tierra. La historia de Europa es la de sus fronteras; las naturales y las artificiales. Las montañas y, en las grandes llanuras centroeuropeas, los ríos. Es también el continente de las guerras justas y de las paces sangrantes, de las grandes deportaciones étnicas, lingüísticas, religiosas, ideológicas y culturales. Ningún otro continente puede enseñarnos nada nuevo sobre las maneras de sufrir y de hacer sufrir. En eso somos unos maestros y hemos abierto escuelas en todos los rincones de la Tierra. También hemos teorizado como nadie sobre nuestras verdades y las pérfidas intenciones de losotros. Somos la cuna de la filosofía de la justificación del terror como misión civilizadora y redentora. Hasta el Siglo XVI en los valles y montañas de la vieja Europa; desde entonces también en los continentes conquistados y civilizados con la espada y, no siempre, con la cruz.
Siempre ha habido reservas, misiones, reducciones, apartheid,soluciones provisionales y finales aquí y allá. Trochas, trincheras, campos de minas, ríos, lodazales,  pantanos, estuarios, canales, bosques, colinas, montañas, trigales que arden, asfixian y matan en agosto. Y por encima de todo, gente dispuesta a matar: Por Dios, por la patria o por la casa. Y gente dispuesta a innovar el arte de la guerra: desde la reconcentración de la población en la Guerra de Cuba, para J.L Tone campos de concentración (Guerra y Genocidio en Cuba: 1895-1998), a las mismas tácticas, con distintos paisajes, utilizadas por los ingleses en la Guerra Bóer, pasando por el espíritu de economía, la exactitud, el cálculo y la pulcritud pedantesca, que Grosmann define como rasgos que poseen muchos alemanes y que el hitlerismo aplicó para exterminar a los judíos en Treblinka,  “exactamente como si se tratara del cultivo de coliflores o de patatas” o el gulag soviético, del que Solzhenitsyn nos habla en su breve y memorable Un día en la vida de Iván Denísovich. Lo cierto es que Europa tiene poco que enseñar del arte de la felicidad, por mucho que haya tenido grandes pensadores que han sublimado su búsqueda haciéndola privativa de una forma de organizar la economía y la sociedad, de una religión o de tener el cabello, los ojos y la tez de un color u otro.
Los europeos somos gente orgullosa de nuestro progreso material y de nuestra libertad, y creemos que tales atributos nos protegen de la intemperie de un mundo sufriente pero ajeno. Por eso nos produce incomodidad transitoria pero soportable para nuestra conciencia que un suicida masacre a 72 personas en un parque de Atracciones de Lahore, y una indignación sincera y, a veces acompañada de aspavientos y llamamientos a preservar el origen cristiano de nuestro pasado cuando el terrorismo golpea ciudades como Madrid, Londres, París o Bruselas, mandando callar cuando nuestros intelectuales de izquierdas, normalmente relativistas culturales, indagan las causas profundas  del terror y de la muerte cotidiana que reina en países como Afganistán, Irak o Siria. En realidad, se insiste, esa gente no tiene nada que ver con nosotros y las multitudes que huyen de la guerra en nada se asemejan a los exiliados románticos del Siglo XIX. Ni siquiera la gente que ha vivido dentro de nuestras fronteras durante generaciones son de los nuestros. Son marginados, sí, pero no lo son a nuestra manera de ser.
Durante semanas ha llovido en Idomei. Los refugiados han dormido en el barro esperando a que cualquier día se abriera la frontera. El campo de refugiados de Lesbos se ha cerrado a cal y canto. La castigada Grecia, la paria Grecia, despreciada por gran parte de los países de la Unión Europea, que un día negó la dictadura de la Troika en un referéndum, convirtiéndose en la esperanza de que otra Europa era posible, se ha convertido en carcelera de los refugiados que huyen de la guerra. Y seguramente lo ha hecho pensando en la redención. Poco importa que el derecho internacional haya saltado por los aires, poco importa que Europa haya decidido volver a tratar a los otroscomo ganado, a transportarlos como ganado, a pensarlos como ganado. Como ocurriera durante la primera mitad del Siglo XX, Europa destruye sus valores en la pira del nacionalismo y del cierre de fronteras. Las montañas, los ríos, los canales, los mares y lagos interiores vuelven a ser espacios exclusivos de la muerte y de la ausencia del derecho.
La mirada baja envuelta en una gota de rocío. Sueños abajo, entendemos que hemos estado setenta años reconstruyendo  fronteras invisibles en nuestro continente, y fronteras de acero galvanizado, con cuchillas que desgarran la carne para contener a los parias que recorren la tierra. Ese no era el sueño de la Europa unida de la postguerra.
Setenta años perdidos para volver a delinquir.
http://www.gurbrevista.com/2016/04/suenos-abajo/