martes, 31 de enero de 2017

Esa terrible frialdad social


Al capitalismo no le importa que sus productos se pudran. Cualquiera de ellos. La leche, el vino o las largas colas de refugiados que sobreviven en las islas griegas o deambulan sin destino por las llanuras de Europa. Para el capitalismo la gente forma parte del producto final, no es un cuerpo, un corazón, la naturaleza que mantiene la memoria colectiva de su especie y que la hace digna y radicalmente depositaria del respeto. La persona solo tiene su fuerza de trabajo, y esta aporta un valor decreciente, tendiendo a cero, a todo lo que da dinero en el mercado. Pero el trabajo tiene los días contados, tiende también a ser marginal. La fuerza de trabajo será sustituida por la máquina en un proceso que se inició en la Primera Revolución Industrial. Se acaba también la fábrica como centro de trabajo, y el papel de los sindicatos e incluso el proletariado entendido en un sentido amplio. Queda la terrible frialdad de las islas griegas en invierno, la lluvia, el barro, las caravanas detenidas por los cercados nacionales. Ya no habrá carreras para ser los primeros en llegar a la tierra prometida, ni épica, ni individuos que apoyen a las colectividades oprimidas. Los mercados autorregulados no creen en las lágrimas, solo en el capital financiero y su capacidad de inflarse como un globo hasta que un estado o capricho, lo pinche. Entonces se buscarán culpables, y lo serán los estados proteccionistas, los populistas, todas aquellas personas u organizaciones privadas o públicas que sostengan que dejar el gallinero a cargo de la zorra es una locura. La autorregulación de los mercados es el libro sagrado de mucha gente: de las élites económicas y de sus sirvientes, que son una nueva clase social poderosa que defiende que la economía es una ciencia que vive en una dimensión no humana, con  leyes que determinan inexorablemente los actos y las pretensiones de las personas. Una nueva clase social que presta servicios onerosos a sus patronos, que leen, escriben y pontifican anunciando el final de la historia, que es lo mismo que decir el final del género humano como sujeto de su destino. Este tipo de gente será feliz con sus viajes continuos, sus conferencias y difusión de sus opiniones pero no dejan de rendir vasallaje a las élites.
La Unión Europea arde a fuego lento en un infierno gélido. El alma que agita los vientos que soplan en sus llanuras y cadenas montañosas poco tienen que ver que sus principios fundacionales, y la gente que espera a sus puertas, en Turquía, en Grecia, en los Balcanes, en El Tarajal poco saben de ese monstruo que los corroe, que deja en papel mojado los derechos humanos, que concede que en la concepción de la sacralidad de la Humanidad como individualidad y como totalidad puede haber excepciones que se acumulen en lo grandes cementerios bajo la luna de las fronteras interiores y exteriores. Los gobernantes europeos miran para otra parte cuando la nieve cae sobre los refugiados, algunos de ellos en chancletas. La lluvia, el barro, los rostros ateridos, el llanto del bebé en una tienda o barraca, la desesperación de los padres ante la fiebre alta de uno de sus hijas, es una molestia en la sociedad globalizada de la información. Imágenes que se pueden reproducir millones de veces en televisión, en la prensa digital, en las redes sociales para que se pueda decir que vivimos en sociedades libres que no esconden sus vergüenzas. En definitiva, la hipocresía como forma de vida, y tal vez de supervivencia.
Sorprende el contraste entre la unanimidad de los medios de comunicación en censurar lo que está ocurriendo en las fronteras europeas y las vacuas declaraciones institucionales de nuestros gobernantes. En realidad, para las élites financieras y para los fideicomisos que maximizan sus activos desde la sumisión de los gobiernos, esa inmensa mancha que oscurece la nieve, que se mueve para no morir congelada, que no tiene el suficiente empuje para derribar las murallas de la hipocresía universal del mundo opulento, es un estorbo prescindible y una molestia interna en tiempos de mudanza. La violencia social sobre la que se está edificando la sociedad futura sería inmanejable si toda esa gente se colara e invadiera, como nuevos bárbaros que emulan a los del mundo tardorromano, las inmensas extensiones de Europa. Que se pudran pues fuera de la Unión Europea. No es necesario su trabajo y su existencia dentro de las fronteras internas dificultaría la domesticación, emprendida por los mercados autorregulados y sus secuaces, de los europeos de cuna y cultura. En la Europa  de una frialdad social terrible no son ni queridos ni acogidos a ese tipo de caridad que convierte a la persona en un ser inferior, y que tanto gusta a la derecha europea y, especialmente, patria.
Vivir en Europa es como vivir en un sueño inducido por alucinógenos. Tal vez nunca despertemos y sigamos creyendo eternamente que somos gente diferente, imbuidos por altos valores morales. O tal vez despertemos del sueño e invoquemos la llegada de los bárbaros. Quién sabe…
Publicado originalmente en 
http://www.gurbrevista.com/2017/01/esa-terrible-frialdad-social/

viernes, 20 de enero de 2017

Paisajes


El paisaje desciende imperceptiblemente hasta la orilla del mar. El cielo es azul, una inmensa bóveda azul sostenida por el viento del atardecer, cuando ya la vida se hace oscura y el silencio se apodera de los caminos. María contempla la tierra, los algarrobos que ofrecen sombra en la siega, los almendros alineados allá en la falda del monte pelado, la piedra apilada en aquel otro extremo del campo, hacia poniente. Tiene setenta años pero todavía en agosto varea la algarroba. Le sobra también memoria para recordar el hambre que nunca se fue. Acaso se ausentó cuando la lluvia era suficiente para sacar adelante la cosecha o los guerreros se tomaban un descanso para reponer fuerzas tras las batallas más sangrientas. Luego estaba la sequía y el viento que secaba el aliento, y los enviados del rey y de la iglesia, y de los amos de la tierra, que cuando ya parecía que se habían olvidado de la gente de aquella tierra, volvían a reclamar lo que consideraban de su propiedad borrando las lindes y sustrayendo el sustento con la ley en la mano.
Ahora, ya al atardecer, cuando el cielo que cubría el mar estaba encapotado y la brisa llegaba húmeda y septiembre mediaba, María contemplaba la tierra, la hilera de almendros y las manchas de los algarrobos entre el amarillo del rastrojo, negando el futuro con la cabeza. Con lo recogido no pasarían el invierno. El hambre asomaba ya en los cruces de los caminos, una multitud mendicante arrastrando los pies, dirigiéndose a ninguna parte, muriendo a las puertas de los valles regados por los ríos que descendían de las altas y blancas montañas. Ellos, su gente, no tenían ni eso. La tierra reseca, los surcos polvorientos, la piel de los lagartos sobre las rocas desnudas del cabezo cercano. Y ese hambre que llegaba y se iba dejando el paisaje sembrado de cruces.
Y al fondo, el mar siempre azul. Y esa otra gente, primos lejanos, desconocidos que decidieron un día surcarlo y vivir de él. De su orillas endurecidas, de sus cañaverales y sus corrientes, de sus olas y del viento que las embravecía. Desde mar adentro se podía contemplar la puesta del sol y las lejanas sierras desdibujadas por la neblina. Y su fondo y los peces alrededor de la barca.
II
La luna, arriba, se refleja en las aguas que parecen moverse encrespadas hacia el nacimiento del río. No hace frío pero la humedad se mete en los huesos. Todavía no ha amanecido y los cuatros hombres se mueven alrededor del semáforo para entrar en calor. Tienen la piel oscura, son subsaharianos, llegados de las lluvias del trópico. Uno de ellos tose. Tiene fiebre pero ha decidido levantarse pesadamente de la cama, tiritando, empapado en sudor. Los otros contemplan el parterre que separa los carriles de la calle paralela al río. Una furgoneta se detiene en el semáforo. Su carrocería es azul y tiene cortinillas en las ventanas traseras. Alguien silba desde dentro de la furgoneta. Luego un “vamos, que llegamos tarde”. Pronto abandonan la ciudad, la carretera se empina. A ambos lados, los pinos oscuros se recortan sobre un cielo cada vez más claro. Pronto amanecerá. La luz del sol ilumina los escarpes de la sierra.
En lo alto del puerto, la llanura aparece con una capucha de nubes rojizas. Abajo brilla el plástico de los invernaderos, y más allá del cabezo la neblina envuelve la superficie del mar. Aquella es una tierra fértil, ya lo dijo Madoz. El agua salobre extraída por los molinos fue sustituida por la del trasvase, y cuando esta fue insuficiente se abrieron pozos y desaladoras. Ahora el verde se extiende por el antiguo secano y la tierra está preñada de riqueza.
Los cuatro hombres descienden de la furgoneta en un camino de servicio, junto a una plantación de brócoli. Hay mujeres y hombres sentados en el suelo o sobre cajas esparcidas en los lindes del campo. Hablan entre ellos. “Ya sabéis lo que se paga. Estáis a tiempo de marcharos. Es lo que hay”. Pero los caminos no llevan a ningún sitio. Puedes arrastrarte por ellos durante horas y al final del camino, habrá otro camino que recorrer con los bolsillos vacíos. Todos optan por quedarse. Han llegado de muy lejos, han cruzado océanos y desiertos, han visto como amigos o familiares se quedaban en el camino. Ellos al menos pueden comer todos los días o dormir bajo techo. Al final son parte de la mercancía y el valor que aportan a la misma tiende al cero. Pero pueden comer aunque cada día que pasa tengan que trabajar más para comprar lo mismo. Allá donde vayas es así. Solo mantenerse vivo empuja a los caminos. Recoger las pocas pertenencias, mantener unidos a las personas queridas y huir bajo la nevada sacando pesadamente los pies del hielo, caminando sin descanso, huyendo…
La vida es lo que queda. Y cuando consigues mantenerla, no importa el lugar que te espera al final del trayecto, porque el valor que aportas a un kilo cosechado de brócoli es insignificante y tiende a la nada, y ya solo trabajas para comer y dormir en un cuartucho, y llegará el día en que solo trabajes para volver a trabajar.
Anochece. Los cuatro hombres dormitan en la furgoneta. Una capucha rojiza cubre la cima de la sierra. Hace frío. Uno de los hombres tirita de fiebre. Lleva en el bolsillo dieciocho euros. Los demás, poco más de veinte. La furgoneta se detiene frente al semáforo. La luna, arriba, está llena e ilumina los cañaverales de río y se mueve por la lámina de agua.
III
María contempla la tierra. La cebada no ha crecido lo suficiente. A sus setenta años ya sabe que su hija tendrá que marcharse a servir a la ciudad.

http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2017/01/paisajes