viernes, 1 de julio de 2011

Hemos vivido muchos siglos en la oscuridad...


Hemos vivido muchos siglos en la oscuridad y cuando hemos tocado el poder con las algas adheridas a los dedos, húmedas, saladas, escurridizas, traicioneras, hemos seguido viviendo en las tinieblas, como si no fuéramos amos siquiera de nuestros sueños, tampoco de nuestras vidas y escasas pertenencias. El poder y su viscosidad, el poder y la traición, el poder y la frustración…
Hemos vividos muchos siglos con las manos yermas, sin vida, señalando el cielo, las nubes que lo cruzan arrastradas por el viento, el sol azul –o verde, o rojo, o violeta-, las gaviotas y los cóndores de las cordilleras blancas, y solo las algas y su olor a salitre, a mar, a olas y a espuma blanca nos han acompañado en la travesía de los desheredados – los esclavos, los herejes, los cavadores, los guillotinados, las brujas y los encantadores de serpientes- nos ha hecho sentirnos libres en una cuadrícula del corazón colectivo de todas las generaciones y de todas las razas.
Hemos vivido muchos siglos rozando el poder con el aroma del mar, con la visión extraña de las velas latinas en el horizonte azul y de los molinos en las llanuras de algarrobos, almendros, higueras y sueños tardíos de grandeza. Nos hemos creído grandes siendo polizones en un barco de espejismos de grandeza, y todos, pasajeros y polizones, nutrimos ahora el fondo de los mares, alimento de cangrejos y de peces de ojos luminiscentes.
Hemos querido tocar la Nube con los dedos sin huellas dactilares, seres sin pasado, sin filiación, sin palabra, para arrojar el silencio de los siglos a las fosas del olvido, y no nos hemos percatado de que la Nube es infinita y que los bucles de la mentira nos arrastran a las costas vacías, allí donde la noche es noche y el verbo solo existe enterrado en la arena, entre los restos del naufragio colectivo.
Invocar ahora a Eloy Sotelo, a su verso fácil y su indumentaria de mendigo londinense de mediados del decinueve, a sus manos ateridas por el hielo, a su cuerpo hermoso fosilizado en las entrañas de un lago blanco y duro, de poco nos sirve; invocar a sus amigos, a sus seguidores, a su amada rodeada en el puerto de Alicante, a mi madre, a la revuelta permanente, al “no pasarán” de las calles atenienses, al sol, a la luna, a los mújoles nadando en aguas transparentes, a los caballitos de mar, al amor de nuestra vida, a ti, a mí, a todo lo que merece ser amado y a todo lo que merece ser olvidado, nos hace suspirar y pensar que la vida transcurre por espacios, muy estrechos, casi imperceptibles, de serenidad y de creencias en el más allá.
Invocar a Ainhoa Izar, ¿os acordáis de ella?, a esa estrella que ilumina con su mirada dulce y húmeda a la vez las hayas de Irati, a esa mujer que no quiso viajar a Sara y prefirió buscar los sonetos de Eloy Sotelo en las aguas tranquilas del Mar Menor, en la espuma y en la boca hambrienta de la luna naciente, nos hace besar el viento enredado en sus cabellos, el aroma a humus y a libertad.
Estamos en verano y la mente es caprichosa.
Vuelve Eloy Sotelo y la blanca muerte de Leningrado, vuelve Ainhoa Izar y las estrellas que la protegen, que nos protegen, de los gélidos vientos que soplan por esta mortecina Nube de nuestros recuerdos.

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