domingo, 29 de diciembre de 2019

Y una lluvia mojará...




I
Mi casa ha sido tomada por la Navidad. En la bañera veo huracanes agitando las cortinas de plástico; en la pecera, los reyes magos son sirenas que juegan a quitarle a las niñas las gafas de bucear; en la habitación más oscura, aquella que huele a peladillas y polvorones, a turrón y leña quemada, los niños escuchan los relatos de la abuela: la de aquellos otros tiempos de las reinas magas y de los poemas épicos que hablan en esencia del amor y de la libertad; y en la guardilla, el olor a madera húmeda del techo a dos aguas, la claraboya y el cielo cuajado de estrellas, esperando que llegue la madre del invierno con sus cabellos de fuego, y sus ojos en los que se leen el futuro de todas las verdades.

Es un diciembre dorado. Las luces de los árboles de Navidad están apagadas. El soplido de las risas las apagaron y ahora solo hay alegría y peatones bailando bajo la luna. Y hay dos reinas magas y un rey mago en la esquina de aquel gran almacén, y una vieja gruñona dice que no sé quién quiere acabar con la Navidad, y con los camellos y sus jinetes, y con la niña que llora en el portal de Belén, y con los pastores y las pastoras, y con las risas de las niñas y los niños mientras acarician una barba verde y comen tortas de pascua.

Y arriba, en el monte de las cenizas, se huele a lavanda y a sal; y abajo en ese valle decadente separado por un río, la igualdad es una procesión de sueños que besa en la frente, y el camino a Belén está sembrado de pétalos de rosas, y si miras bien hay una reina maga que sigue con la mirada perdida la estela de la estrella de oriente, y por ningún lado se ve a santa Claus pero sí a sus renos y los libros que reparten sus mensajeros.  Y fuera, en la explanada, llueve. Una fina lluvia violeta moja la calle besando de paz las ilusiones de las niñas y los niños, de las mujeres y los hombres, de nosotros y nosotras…

La Navidad.

II

Y es verdad que aquel valle huele a cangrejos de río, y ese otro puerto de mar es el vuelo rasante de los petreles sobre la inmensa llanura de algas que rodean el crepúsculo con sus millones de dedos húmedos (y ásperos). Y aquí vivimos todos, entre el sueño y el prejuicio, leyendo libros y bebiendo del viento el amor de los osos polares. ¡Hace frío!, ¡un frío intenso que anuncia el silencio!

La Navidad.

Sería indigno invocar a los dioses para que nos rescataran de la eterna y terrible frialdad de la calidez de este país de tantas tradiciones hogareñas. En algún lugar nos escondimos durante los largos siglos de oscuridad: junto al fuego, la mesa, los relatos épicos de héroes que siempre visitaban el cadalso, el belén, el oportuno visitante de tierras lejanas, los chinches, el recodo arrodillado de las esperanzas… El forastero nos traía noticias rojas, azuladas, verdes, de todos los colores del Arcoíris. Nuestros héroes, sus cabezas separadas de sus cuerpos, la muerte como anunciación de las ideas.

Pero ya sabemos que esta Navidad será distinta. Libaremos veneno distinto del mismo cáliz antes de que el frontispicio del año nuevo nos invite a transitar por los mismos paisajes de todos los años fenecidos. Paisajes ocres, yermos, siempre la misma voluntad de morir eternamente en las mismas presencias aleatorias del destino.

Y una lluvia violeta mojará las calles…

La navidad.

sábado, 28 de diciembre de 2019

La naturaleza en la literatura murciana





Y
Si bien es cierto que la literatura murciana de los años treinta del siglo XXI alcanzó cimas nunca antes conocidas, incluida la nominación de Antonio Lorente al Premio Nobel, también lo es que el lirismo naturalista, para algunos adocenado, de poetas como Eloy Sotelo o Ainhoa Izar, perdieron sus modestas reseñas en las enciclopedias de literatura y cayeron en un olvido estéril y dramáticamente innecesario. Las descripciones crepusculares del Mar Menor, las metáforas del amor y de la sonrisa de caramelo de sus brisas otoñales, el nacimiento de una Venus lunar recortada por los filos de la Isla Grossa, el olor del caldero humeante en Las Encañizadas murieron en el vacío de los recuerdos junto al destierro aromático de los sonetos de Sotelo e Izar. La poesía espiritual de la naturaleza murciana, desarrollada por poetas nacidos fuera de nuestra tierra, dejó paso a otra emparentada con el rediseño inteligente del espacio y del tiempo.
Si aplicamos una disección diacrónica de la nueva literatura murciana, el hito fundacional hay que buscarlo en el viaje que realizó un consejero de cultura del Partido Popular, acompañado de un amplio elenco de intelectuales rediseñistas, a tierras del sudeste asiático para buscar escenarios exóticos que sirvieran de espejo al Parque de la Paramount. A su regreso, el consejero de cultura descendió a los fondos arenosos de un barranco desde el que se veía la cumbre brumosa de Sierra Espuña y exclamó ante las cámaras de televisión: ¡aquí construiremos nuestra Fosa de las Marianas con peces iridiscentes!.
Antonio Lorente, con apenas veinte años y una fama ya consolidada con su narrativa intimista y directa, asistió al acto e inspirado por las palabras del político murciano escribió su mítico soneto “Sueños Pelágicos”, en el que las alturas de Sierra Espuña tornaban en mitológicas cordilleras submarinas habitadas por seres extraños que brillaban como lucernas en la oscuridad sideral de las pesadillas humanas. El poema fundacional de Lorente culminó con la publicación de “Sirenas en los fiordos de cristal”, fruto de su loca inmersión en el cocainómano frenesí de la noche murciana, lo que le supuso, recién culminado el último soneto de su poemario, un grave accidente de tráfico, que le dejó parapléjico, mientras circulaba en sentido contrario, por la siempre colapsada autovía de Vera, a la altura de Águilas.
Un segundo hito en la nueva literatura murciana rediseñista fue la construcción del túnel que unía La Manga del Mar Menor con San Javier. Si la idea no tuvo un génesis literario, su diseño fue inspirado por el ya citado “Sirenas de los fiordos de cristal”. El paso subterráneo se ideó con una doble bóveda de cristal en cuyo interior nadaban caballitos de mar gigantes e iridiscentes, ejemplares únicos de sucesivas modificaciones genéticas obtenidos en los laboratorios de una Universidad de Murcia arruinada por el Gobierno Regional y costeadas por la Paramount. Curiosamente, la UCAM no quiso participar en el proyecto y consiguió que el Papa condenara en su encíclica “Horror y Rediseño” el materialismo y hedonismo implícitos a los nuevos modelos de desarrollo económico y social pactados entre el Gobierno Regional y los interlocutores sociales (por entonces empresarios y FMI). La bóveda de cristal inspiró una novela de la escritora de éxitos murciana María Monserrate, una ingeniosa historia de cielos de lluvia santa, de bosques de cantueso y calabacines colosales habitados por seres semihumanos que vivían como gusanos y morían cuando los calabacines eran arrastrados por el fango de la desesperanza para ser engullidos por los caballitos de mar gigantes.
Si fundacionales fueron las obras de Lorente y Monserrate, inspiradas, como ya hemos escrito, por el rediseñismo político, la obra de teatro de Pablo Cascales “La pesadilla de Marina”, escrita con solo quince años de edad, ha revolucionado la dramaturgia internacional con representaciones simultáneas en Londres, Nueva York y Pekín. Inspirada en la deconstrucción de La Marina de Cabo Cope pero con una fuerte impronta de la mitología griega, lo que le aleja de autores como los ya citados Lorente y Monserrate. La obra de teatro de Cascales y su memorable puesta en escena es una sucesión ininterrumpida de tortugas moras trituradas en una picadora industrial con un diálogo prácticamente inexistente y un pesimismo antropológico representado por la voz en off del dios Cronos liberado de su prisión subterránea.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Es terrible



Es terrible, este extraño escenario que se nos muestra, esos gestos de las manos, esos rostros de piedra, la litografía del shtetl de Chagall en la pared, el telón a medio bajar, los rojos de un incendio en el horizonte. 
Es terrible la ausencia de viento, la columna vertical, negra, densa como el granito. Es terrible 
la palabra suspendida a medio metro del suelo. Es terrible
el sueño inacabable, las miradas bajas, el cabello caído de aquella joven que no sabe pronunciar su nombre porque lo han despojado de humanidad, el incendio que todo lo abrasa, desde la copa de los álamos hasta sus raíces que buscan el lecho del río. Es terrible 
nacer en un inmenso cementerio con sus puertas de hierro cerradas desde fuera, con la sola sombra de los cipreses al atardecer. Es terrible 
gritar sin que te escuchen, agitar los brazos desde el tejado a dos aguas de un panteón, ver pasar las nubes y no poder acompañarlas en su viaje más allá de las montañas. Es terrible 
contarte estas cosas mientras el rostro del mundo es una siniestra máscara de las pavesas de los shtetl. 
Es terrible.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Nuestros neoliberales


Dicen, también escriben, que la herencia recibida de nuestros padres es impropia, que el seguro de enfermedad, las pensiones, la sanidad y la educación gratuitas, aquellas prestaciones que sellan un estado de bienestar al tiempo que lo legitiman, retoñan en sociedades abúlicas y genéticamente serviles. A veces, tales aseveraciones son acompañadas de análisis empíricos más o menos sofisticados; otras, de afirmaciones tipo “el socialismo es sinónimo de ruina” o “la intervención del Estado en la economía es, por definición, catastrófica en cualesquiera situación y momento histórico”. Tales expertos, que escriben y también pontifican, se autodefinen como emprendedores y tienen el extraño don de rechazar como impropio todas las innovaciones que culminan en la miseria, se trate de proyectos megaurbanísticos, de aeropuertos sin aviones o de parques temáticos de cualquier tipología. Acaso, los neoliberales consideren que ningún emprendedor puede fracasar porque se es o no se es, y los que no son se deberían etiquetar como socialistas encubiertos. Sería importante añadir que otro grupo de gente de empresa, como se presentan en algunos medios de comunicación, fracasa porque el modelo económico dominante es “socialista” e impide el desenvolvimiento de todo el potencial innovador que cada emprendedor hereda por sangre.
El drama del socialismo, para los neoliberales, tiene su origen en las guerras de los últimos quince años de la primera mitad del Siglo XX, acaso un poco antes con el New Deal de Roosevelt, nunca con el sistema de planificación centralizada que Lenin y sus seguidores impusieron a una Unión Soviética subyugada y discontinuamente aterrorizada. Aquél era un modelo de organización económica y social abocada a un estrepitoso fracaso tal como se manifestó en la última década del siglo pasado. Era un régimen ilegítimo que utilizaba la violencia como único recurso de supervivencia. Para nuestros liberales la servidumbre no se alcanzaba siguiendo los caminos de los sistemas soviéticos o sovietizantes, sino con la consolidación de estados democráticos intervencionistas en lo económico porque éstos tenían la legitimidad social de la que carecían los países que en algún momento fueron llamados de “socialismo real”. Hasta la llegada de los que denomino emprendedores patógenos, la gente de empresa aceptó la humanización del mercado como garantía de la libertad de comercio. Frente a las voces que exigían la desaparición del capitalismo como organización económica que producía invariablemente desigualdad intolerable, se buscó una senda intermedia que garantizó un suelo mínimo de dignidad y vida segura para la clase trabajadora que impidiera su radicalización. En este mundo intermedio vivieron nuestros abuelos y nuestros padres, que vieron mejorados sus salarios, su salud, su jubilación, y también el acceso a bienes para sus hijos que ellos nunca habían podido disfrutar. A esto es lo que llaman nuestros liberales “socialismo”, a la Europa construida por partidos democristianos y socialdemócratas, alejados de las soluciones rupturistas de uno u otro lado del espectro político.
La irrupción de los neoliberales o emprendedores patógenos en la determinación de la agenda política ha provocado, en los albores del Siglo XXI, que el concepto de “régimen ilegítimo” se aplique también a las democracias que intervienen en la regulación de la economía. Un Estado que coarta la creatividad de sus gentes no es democrático. Aquí creatividad se entiende como posibilidad de enriquecimiento sin trabas porque, siguiendo la doctrina clásica, cualquier tipo de lucro personal revierte positivamente en la sociedad. Un médico que trabaja voluntariamente en Somalia no es un emprendedor porque no maximiza económicamente su formación; una monja misionera en La Puna peruana tampoco; tampoco lo es Yunus y su Banco de los Pobres (Grameen Bank), en este caso porque no ha aprendido nada de Emilio Botín.
Nuestro liberales o emprendedores patógenos transmiten enfermedades que debilitan la cohesión de las sociedades porque portan el germen de la insolidaridad y del egoísmo étnicamente genético. Por eso me gusta leerlos, para no ser nunca como ellos.

Y aquí estamos, esperando



9I write it out in a verse
MacDonagh and MacBride
And Connolly and Pearse
Now and in time to be,
Wherever green is worn,
Are changed, changed utterly:
A terrible beauty is born (*).
Yeats
Hoy he tenido un sueño, o dos. No lo recuerdo. Tampoco importa el número o su contenido. Descuento su interpretación, que la habrá y que seguramente no me interesará. Lo importante es que he tenido un sueño, o dos, y en estos tiempos de vivir siempre con un ojo abierto, con los músculos del brazo tensos y con el temor permanente a ser arrollado por una realidad terrible, es mucho, casi un  lujo asiático.
Un sueño, o dos, es algo inexplicable. Antes sí. En siglos pretéritos hubo soñadores, también enterradores. Los libros nos hablan de aquellos días, de sus sonrisas y de sus llantos. De los capítulos, no pocos, dedicados a los sepultureros con sus paladas de vísceras y el regusto de la sangre en los labios, y de las grandes alamedas por las que transitaron los sueños y sus funerales.
Y aquí estamos, a la vuelta del verano, con sus arenas doradas.
Hoy he soñado contigo. Y aunque todavía tengo que definir qué eres, o quién eres, no puedo negar que el orgasmo ha iluminado la noche. No recuerdo otro momento semejante o al menos parecido. Ni siquiera el de aquella noche cuando el viento se colaba por la ventana y ondulaba la sábana con el cálido aliento de tu presencia. En realidad, no sé qué creer, tampoco qué amar u odiar. Los sueños son tan extraños que atraparlos sin ir al psicoanalista resulta imposible.
Y aquí estamos, abrazados en medio del universo, aguardando la llegada del cometa.
Hoy he soñado que las ideas caen de los árboles y en otoño no puedes pasear sin evitarlas para que no sufran. El terrible sonido de la hojarasca a finales de octubre. De verdad. Lacera la libertad de amarte en la calle, sobre un banco, contemplando el alargado pavor de las nubes consumidas por el viento. Pero lo peor es cuando en medio del éxtasis las ideas crujen y se fragmentan en olvido. Entonces me abofeteas y me haces comprender que el amor es también dolor.
Y aquí estamos, comiéndonos con los ojos mientras el tren pasa sin detenerse en la estación.
El estío nos devora ya con su lengua de fuego, amor. Solo queda abandonarnos y dejarnos arrastrar por el oleaje. Es terrible sabernos irremediablemente mecidos por la nada. Tú y yo en la claridad del atardecer, y las largas sombras de los cipreses, y el mar que muere calladamente. Lo sé. Es algo que sabemos cuando nos miramos a los ojos: nuestro mar es un cadáver a la deriva y sin embargo no dudamos en sumergirnos en su recuerdo, buscando el canto del mirlo al amanecer o la iridiscencia de tu piel sobre la mía.
Y aquí estamos, a mitad de junio, sabiendo que el futuro nos traerá la tormenta perfecta.
Retornamos a los sueños, pequeña. Ya no queda lugar donde escondernos de la intemperie. La realidad nos desnudó, la economía nos masturbó antes de dejarnos expuestos a su terrible frialdad, el gobierno nos vació por dentro y por fuera y ahora solo quedamos tú y yo porque los demás han muerto sin ideas pero extrañamente felices. Y ahí está la noche de San Juan, y las hogueras y la pureza del fuego.
Y aquí estamos, esperando.
(*) Todo esto voy yo a escribir en rima:
MacBride y MacDonagh, el profesor,
Pearse y Connolly, el sindicalista,
ahora mismo y en tiempos venideros,
dondequiera que el verde sea exhibido,
del todo habrán cambiado todos ellos:
una terrible belleza ha nacido”.
Versión de Daniel Aguirre (W.B Yeats, Antología Poética, Lumen, 2005
http://www.gurbrevista.com/2016/06/y-aqui-estamos-esperando/

domingo, 22 de diciembre de 2019

La sociedad es la culpable


La sociedad no existe pero es la culpable del crimen medioambiental del Mar Menor. La Región de Murcia es tierra de libertad y de oportunidades, la nueva frontera. El medio ambiente es una oportunidad de negocio. El decreto del Mar Menor no va buscar culpables. Se trata de disparar en círculo, en todas direcciones; se trata de socializar la culpabilidad, de diluirla y endosársela a los otros, no importa a quién.
La sociedad murciana es la culpable del crimen medioambiental del Mar Menor. Todos somos culpables por acción o por omisión: mi padre por comprar con tres personas más un solar en los años setenta para construir cuatro viviendas en dos plantas, los vecinos de la acera de enfrente, los de los laterales, los de la manzana de atrás y de delante; los pescadores que lanzaban las cañas al atardecer y permanecían toda la noche en la oscuridad. Por entonces, no todo la costa era un paseo marítimo continuo, no todo el Mar Menor estaba delimitado por una orla de luces. Había espacios oscuros entre urbanizaciones, carrizales, palmeras dispersas, algarrobos, seguramente algún coche aparcado junto a la playa, que todo el mundo sabe que no era de arena (la arena llegó después y no recuerdo que la sociedad murciana la trajera del interior en cubos de plástico).
Esta gente que nos gobierna y nos habla del libre mercado y de las oportunidades de negocio, ha descubierto la sociedad. Ya dijo Thatcher que no existe tal cosa, tan solo individuos, hombres y mujeres. Solo individuos que toman decisiones racionales. Nadie mata la gallina de los huevos de oro. Solo la sociedad. Los individuos que toman decisiones racionales hacen progresar el mundo, se enriquecen y enriquecen la nación.
Luego está el estorbo ese de los espacios protegidos, de los parques naturales, de las reservas de aves y demás bichos que impiden el progreso porque limitan las actividades económicas. Si todo fuera privado, la tierra y el mar, no ocurrirían estas cosas. Si entendiéramos que los recursos naturales son ilimitables porque dependen de la decisión del mercado, y de los individuos que toman decisiones racionales, no haríamos aspavientos cuando contemplamos un mar sin vida. La naturaleza no existe. La naturaleza la define y modela el hombre en una relación económica basada en la oferta y la demanda.
Es imposible que las empresas inmobiliarias, los agricultores, o los pescadores hayan destruido el Mar Menor. Eso solo ocurre en los países de economía de planificación central. Ocurrió en la URSS, en la Europa Oriental, en China. Eran sistemas altamente ineficientes que esquilmaban los recursos, envenenaban ríos y mares. Pero esto no puede ocurrir en el libre mercado y en una democracia de calidad, no al menos como la de la Región de Murcia, que lleva progresando ininterrumpidamente desde al menos 1995 sin que nadie lo note, salvo los titulares de los medios de comunicación y las ruedas de prensa de los consejos de gobierno. Las inmobiliarias, los agricultores o los pescadores siempre optan por decisiones racionales y no son culpables de nada. Si el Gobierno Regional les permite contaminar sin sanción alguna, ¿para qué modificar su comportamiento?, si se mira para otro lado cuando se expanden a derecha e izquierda de la autovía del Mar menor los cultivos ilegales, ¿por qué no seguirlo haciendo hasta la misma orilla del mar?. Si no hay control, si se construye en ramblas o se colmatan para roturarlas y cultivar en ellas, ¿por qué no hacerlo? Tierra de libertad y promisión.
Dinero fácil de ganar. ¡Esta maravillosa Región con una tierra fértil y un sol divino! No busquemos culpables porque no los hay. Es la sociedad que no existe la culpable. El pescador que utiliza artes artesanales para ganarse un jornal es igual de culpable que el agricultor que oculta una desalobradora porque ambos son sociedad. Todos somos sociedad, todos somos culpables.
¡Disparen a la sociedad!

sábado, 21 de diciembre de 2019

Contemplando la luz

Estábamos allí, contemplando la luz. Era blanca, la luz, pero extraña al atardecer. No puedo mentir, mentir sería una rebelión, piadosa rebelión que no nos podíamos permitir porque donde no había luz, había oscuridad. Solo la luz alrededor y en nuestras entrañas el vacío como un agujero negro. Allá tú y tus recuerdos. ¿Qué había alrededor?. No sé que decirte. Había luz, ya te lo dije, y oscuridad, y también un espejo roto y un rostro desconocido que alguna vez fue hermoso, lechoso, dorado. Era todo lo que había mientras contemplábamos la luz al atardecer.
Luego llegó la noche, la humedad, el rocío. Y nuestros cuerpos se acercaron hasta tocarse en los puntos más fríos. Todavía no existía esa intimidad que se hizo tempestad con el tiempo, y esa búsqueda insaciable del placer. Luciérnagas, amor. Todavía su luz era suficiente, la de las luciérnagas, la de las estrellas y las del polen de las amapolas.
Aquello que fue, aquello que ahora es olvido. Pero no puedo negarte que estábamos allí, contemplando la luz, y cuando está desapareció, su recuerdo. Nuestros cuerpos sintieron el frío de la distancia, la luna flotaba en el mar como un cuenco de perfiles dorados y tu boca estaba húmeda como la noche. Todo aquello era perfecto, todo era perfecto cuando tú estabas.
Fue antes de la primera hora de la madrugada. Durante la segunda hora besé todos los poros de tu piel. Después el tiempo dejó de existir y la carne se hizo eternidad. Extraña luz aquella que surgía de nuestro interior y nos hacía ser iridiscentes.
Estábamos allí, contemplando la luz.

Un país de semidioses


Vivíamos en un país de semidioses, no a la helena manera pero no faltaba poco para escribir sobre nuestros ancestros divinos y los no menos divinos mortales que vagaban por la tierra de la abundancia y eran cazados a rayo desde un cielo rutilante de azul y estrellas que casi se podían acariciar con las yemas de los dedos. De ambos, de la luz del Olimpo del Mediterráneo Occidental y de la terquedad de los humanos o tal vez de un Dios único que clamaba desde Oriente por su gente descarriada, empujándola a ser realidad única en un mundo de tristes sombras arrastrándose por las cuartillas acartonadas de arcilla, nacimos en aquel apartado territorio vedado a los resentidos que solo deseaban el agua para sus fiestas y el idioma para sus querencias más íntimas.
“Aspiran sus fragancias con ruedas de prensa, nos hablan de enfermos que permanecen estables en la UCI, perjuran que a los moribundos se les puede sanar y a los cadáveres resucitar”.
Lanzaron los dioses los dados y lenguas de arena se extendieron desde los farallones dividiendo mares y creando paraísos. Y la brisa de la mañana rizaba la mar serena y al fondo, llanura adentro, blancos molinos orquestaban un paisaje de violines y arpas milenarias.
Y en las tierras interiores, los ríos dibujaban cañones y las aguas subterráneas nos hablaban de fertilidad.
Fuimos semidioses en un mundo perdido aunque entonces no sabíamos que lo era y bebimos de él hasta saciarnos y revolcarnos como cerdos en la pocilga, hasta convertir lo que nos rodeaba en un estéril sueño de beata riqueza. Y aunque contemplábamos el mar desde las cenizas y nos protegíamos de su embates en puertos seguros a la tempestad y a la felonía, nunca agradecimos su callada grandeza y quisimos poseerlo como el señor a su vasallo: siendo nuestra su alma y su carne.
De su carne ya nada queda: solo fango y oscuridad. Pero su alma, ¡oh, su alma!, pertenece a los poetas y a las sirenas. Y aunque en las dunas creció el cemento y los altos muros formaron colmenas que contemplaron el ocaso hasta enrojecer de gozo, nunca aquello fue humano porque su simiente fue la avaricia y de la semilla germinó el monstruo de la autodestrucción. Y ahora contemplo las fotografías en blanco y negro, y aquellas otras en color, y me aterroriza pensar que hay designios humanos que anuncian las más terribles pesadillas, como la que ahora se representa en el gran teatro de la infamia, el mismo que nos muestra a personajes en busca de autor y a otros que quieren ser los autores de la naturaleza, de su modelado y de su destrucción.
Han torturado la carne de nuestro mar hasta verlo arrastrarse como un moribundo a impulsos de espuma. En otros lugares raspan la carne de las laderas de las montañas, cercan los parques naturales, construyen en la memoria colectiva. Y sin embargo, son los mayores amantes de la naturaleza. Aspiran sus fragancias con ruedas de prensa, nos hablan de enfermos que permanecen estables en la UCI, perjuran que a los moribundos se les puede sanar y a los cadáveres resucitar. Nos alzamos entonces a la altura de los semidioses y nos sentimos capaces de sembrar la Vía Láctea con la leche de Hera o de resistirnos al canto de las sirenas de Artemisa sin proteger nuestros oídos con cera o de pontificar con una desvergüenza supina sobre nuestras bondades y las maldades de los otros. Para eso están los semidioses que nos gobiernan desde el descubrimiento del fuego: para guiarnos a lo largo de los siglos por caminos seguros, alejados de la guerra y de los peligros de los radicalismos.
Vivimos en un país de semidioses. De ellos heredaremos la muerte y el ardiente infierno cuando ya no tengamos recuerdos. Nos lo hemos ganado a pulso.

Afuera el viento

Afuera el viento agita las ramas de las acacias. Las nubes blancas y finas, casi trasparentes sobre una luna de gasa tenue, una ciudad en escorzos violetas, las calles ateridas de frío y el sonido de los pasos sobre las losas de granito. Esta es mi ciudad, estas mis manos, este mi cabello y el remolino de sombras que me rodea. Vuelvo de la universidad. Me he bajado del tranvía, he caminado sobre el césped artificial contemplando la luz cálida de la cabina, a Fátima levantando la cabeza de libro abierto sobre su regazo para despedirse, el viento levantando del suelo bolsas de plástico. “Hasta mañana, Fátima”, –le digo con la mirada. Ella se despide con una sonrisa. Inclina la cabeza sobre el libro, pasa la página. “Mañana te hablo de Nati, Àngels, Marga y Patri”. Mañana…
Mañana te cuento aquello de lo que no he querido hablarte esta noche. Estabas leyendo con tanto interés que no he podido interrumpirte. He mirado las luces de la ciudad detrás del cristal, he visto caminar a la gente protegiéndose del viento, esa ventisca que arrastra las hojas de los plataneros y las acumula en los portales de los edificios, y no he querido importunarte, Fátima. Tu cuerpo parecía moverse como un cisne cuando pasabas la página del libro. Como tú hiciste otras veces conmigo: callar cuando pensabas que la alegría era más completa guardando silencio, abrazarme cuando sabías de mi tristeza, de ese mundo interior que nunca termina de hacerse palabra.
No he querido hablarte del miedo, Fátima. De ese terror que se apodera de mí cuando bajo del tranvía, miro el cielo y solo veo los cristales de la luna esparcidos por el suelo, mis pies desnudos, el aullido de la bestia. Las calles me dan miedo, Fátima. Siempre quise que bajaras conmigo en la misma estación, que camináramos un trecho de césped artificial, que esperáramos a que el semáforo se pusiera en verde, escuchar el trino metálico del pájaro, la luz de las farolas entre el follaje de los árboles. La noche es terrible, Fátima; la noche y sus ruidos.
No sé cuando me atreveré a mirarte a los ojos y contártelo todo, Fátima. Ese secreto que guardo me aterroriza. La calle vacía, la penumbra del parque, las risas de hiena, los brazos que me retienen… y sobre todo la gente que duda de ti, las preguntas interminables, la imagen fija que te abofetea cuando contemplas a lo lejos la brasa del cigarrillo en la oscuridad.
Estuve a punto de hablarte de mí, Fátima, porque eres fuerte. Te ríes de lo que yo temo, de las manadas y la noche, de esa cultura de mierda que nos hace ser menos libres y espontáneas. Fue en el tranvía, cuando leías y sonreías, y me hablabas del techo caído y del retazo de estrellas en lo alto, de la valentía de ser mujer y de la necesidad de luchar en este tiempo de sombras.
Quiero ser fuerte como tú, Fátima. Quiero ser fuerte contigo, Fátima. Quise besarte cuando pasabas las páginas de Lectura Fácil pero temí tu reacción. Tal vez no comprendieras que con el beso besaba a todas las mujeres que se unen y luchan y yo quiero ser una de ellas. ¡Pero es todo tan difícil, mi amiga!
Quiero dejar de tener miedo a la noche, Fátima.