Dicen, también escriben, que la herencia recibida de nuestros padres es impropia, que el seguro de enfermedad, las pensiones, la sanidad y la educación gratuitas, aquellas prestaciones que sellan un estado de bienestar al tiempo que lo legitiman, retoñan en sociedades abúlicas y genéticamente serviles. A veces, tales aseveraciones son acompañadas de análisis empíricos más o menos sofisticados; otras, de afirmaciones tipo “el socialismo es sinónimo de ruina” o “la intervención del Estado en la economía es, por definición, catastrófica en cualesquiera situación y momento histórico”. Tales expertos, que escriben y también pontifican, se autodefinen como emprendedores y tienen el extraño don de rechazar como impropio todas las innovaciones que culminan en la miseria, se trate de proyectos megaurbanísticos, de aeropuertos sin aviones o de parques temáticos de cualquier tipología. Acaso, los neoliberales consideren que ningún emprendedor puede fracasar porque se es o no se es, y los que no son se deberían etiquetar como socialistas encubiertos. Sería importante añadir que otro grupo de gente de empresa, como se presentan en algunos medios de comunicación, fracasa porque el modelo económico dominante es “socialista” e impide el desenvolvimiento de todo el potencial innovador que cada emprendedor hereda por sangre.
El drama del socialismo, para los neoliberales, tiene su origen en las guerras de los últimos quince años de la primera mitad del Siglo XX, acaso un poco antes con el New Deal de Roosevelt, nunca con el sistema de planificación centralizada que Lenin y sus seguidores impusieron a una Unión Soviética subyugada y discontinuamente aterrorizada. Aquél era un modelo de organización económica y social abocada a un estrepitoso fracaso tal como se manifestó en la última década del siglo pasado. Era un régimen ilegítimo que utilizaba la violencia como único recurso de supervivencia. Para nuestros liberales la servidumbre no se alcanzaba siguiendo los caminos de los sistemas soviéticos o sovietizantes, sino con la consolidación de estados democráticos intervencionistas en lo económico porque éstos tenían la legitimidad social de la que carecían los países que en algún momento fueron llamados de “socialismo real”. Hasta la llegada de los que denomino emprendedores patógenos, la gente de empresa aceptó la humanización del mercado como garantía de la libertad de comercio. Frente a las voces que exigían la desaparición del capitalismo como organización económica que producía invariablemente desigualdad intolerable, se buscó una senda intermedia que garantizó un suelo mínimo de dignidad y vida segura para la clase trabajadora que impidiera su radicalización. En este mundo intermedio vivieron nuestros abuelos y nuestros padres, que vieron mejorados sus salarios, su salud, su jubilación, y también el acceso a bienes para sus hijos que ellos nunca habían podido disfrutar. A esto es lo que llaman nuestros liberales “socialismo”, a la Europa construida por partidos democristianos y socialdemócratas, alejados de las soluciones rupturistas de uno u otro lado del espectro político.
La irrupción de los neoliberales o emprendedores patógenos en la determinación de la agenda política ha provocado, en los albores del Siglo XXI, que el concepto de “régimen ilegítimo” se aplique también a las democracias que intervienen en la regulación de la economía. Un Estado que coarta la creatividad de sus gentes no es democrático. Aquí creatividad se entiende como posibilidad de enriquecimiento sin trabas porque, siguiendo la doctrina clásica, cualquier tipo de lucro personal revierte positivamente en la sociedad. Un médico que trabaja voluntariamente en Somalia no es un emprendedor porque no maximiza económicamente su formación; una monja misionera en La Puna peruana tampoco; tampoco lo es Yunus y su Banco de los Pobres (Grameen Bank), en este caso porque no ha aprendido nada de Emilio Botín.
Nuestro liberales o emprendedores patógenos transmiten enfermedades que debilitan la cohesión de las sociedades porque portan el germen de la insolidaridad y del egoísmo étnicamente genético. Por eso me gusta leerlos, para no ser nunca como ellos.
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