Estábamos allí, contemplando la luz. Era blanca, la luz, pero extraña al atardecer. No puedo mentir, mentir sería una rebelión, piadosa rebelión que no nos podíamos permitir porque donde no había luz, había oscuridad. Solo la luz alrededor y en nuestras entrañas el vacío como un agujero negro. Allá tú y tus recuerdos. ¿Qué había alrededor?. No sé que decirte. Había luz, ya te lo dije, y oscuridad, y también un espejo roto y un rostro desconocido que alguna vez fue hermoso, lechoso, dorado. Era todo lo que había mientras contemplábamos la luz al atardecer.
Luego llegó la noche, la humedad, el rocío. Y nuestros cuerpos se acercaron hasta tocarse en los puntos más fríos. Todavía no existía esa intimidad que se hizo tempestad con el tiempo, y esa búsqueda insaciable del placer. Luciérnagas, amor. Todavía su luz era suficiente, la de las luciérnagas, la de las estrellas y las del polen de las amapolas.
Aquello que fue, aquello que ahora es olvido. Pero no puedo negarte que estábamos allí, contemplando la luz, y cuando está desapareció, su recuerdo. Nuestros cuerpos sintieron el frío de la distancia, la luna flotaba en el mar como un cuenco de perfiles dorados y tu boca estaba húmeda como la noche. Todo aquello era perfecto, todo era perfecto cuando tú estabas.
Fue antes de la primera hora de la madrugada. Durante la segunda hora besé todos los poros de tu piel. Después el tiempo dejó de existir y la carne se hizo eternidad. Extraña luz aquella que surgía de nuestro interior y nos hacía ser iridiscentes.
Estábamos allí, contemplando la luz.
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