Vivíamos en un país de semidioses, no a la helena manera pero no faltaba poco para escribir sobre nuestros ancestros divinos y los no menos divinos mortales que vagaban por la tierra de la abundancia y eran cazados a rayo desde un cielo rutilante de azul y estrellas que casi se podían acariciar con las yemas de los dedos. De ambos, de la luz del Olimpo del Mediterráneo Occidental y de la terquedad de los humanos o tal vez de un Dios único que clamaba desde Oriente por su gente descarriada, empujándola a ser realidad única en un mundo de tristes sombras arrastrándose por las cuartillas acartonadas de arcilla, nacimos en aquel apartado territorio vedado a los resentidos que solo deseaban el agua para sus fiestas y el idioma para sus querencias más íntimas.
“Aspiran sus fragancias con ruedas de prensa, nos hablan de enfermos que permanecen estables en la UCI, perjuran que a los moribundos se les puede sanar y a los cadáveres resucitar”.
Lanzaron los dioses los dados y lenguas de arena se extendieron desde los farallones dividiendo mares y creando paraísos. Y la brisa de la mañana rizaba la mar serena y al fondo, llanura adentro, blancos molinos orquestaban un paisaje de violines y arpas milenarias.
Y en las tierras interiores, los ríos dibujaban cañones y las aguas subterráneas nos hablaban de fertilidad.
Fuimos semidioses en un mundo perdido aunque entonces no sabíamos que lo era y bebimos de él hasta saciarnos y revolcarnos como cerdos en la pocilga, hasta convertir lo que nos rodeaba en un estéril sueño de beata riqueza. Y aunque contemplábamos el mar desde las cenizas y nos protegíamos de su embates en puertos seguros a la tempestad y a la felonía, nunca agradecimos su callada grandeza y quisimos poseerlo como el señor a su vasallo: siendo nuestra su alma y su carne.
De su carne ya nada queda: solo fango y oscuridad. Pero su alma, ¡oh, su alma!, pertenece a los poetas y a las sirenas. Y aunque en las dunas creció el cemento y los altos muros formaron colmenas que contemplaron el ocaso hasta enrojecer de gozo, nunca aquello fue humano porque su simiente fue la avaricia y de la semilla germinó el monstruo de la autodestrucción. Y ahora contemplo las fotografías en blanco y negro, y aquellas otras en color, y me aterroriza pensar que hay designios humanos que anuncian las más terribles pesadillas, como la que ahora se representa en el gran teatro de la infamia, el mismo que nos muestra a personajes en busca de autor y a otros que quieren ser los autores de la naturaleza, de su modelado y de su destrucción.
Han torturado la carne de nuestro mar hasta verlo arrastrarse como un moribundo a impulsos de espuma. En otros lugares raspan la carne de las laderas de las montañas, cercan los parques naturales, construyen en la memoria colectiva. Y sin embargo, son los mayores amantes de la naturaleza. Aspiran sus fragancias con ruedas de prensa, nos hablan de enfermos que permanecen estables en la UCI, perjuran que a los moribundos se les puede sanar y a los cadáveres resucitar. Nos alzamos entonces a la altura de los semidioses y nos sentimos capaces de sembrar la Vía Láctea con la leche de Hera o de resistirnos al canto de las sirenas de Artemisa sin proteger nuestros oídos con cera o de pontificar con una desvergüenza supina sobre nuestras bondades y las maldades de los otros. Para eso están los semidioses que nos gobiernan desde el descubrimiento del fuego: para guiarnos a lo largo de los siglos por caminos seguros, alejados de la guerra y de los peligros de los radicalismos.
Vivimos en un país de semidioses. De ellos heredaremos la muerte y el ardiente infierno cuando ya no tengamos recuerdos. Nos lo hemos ganado a pulso.
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