domingo, 29 de diciembre de 2019

Y una lluvia mojará...




I
Mi casa ha sido tomada por la Navidad. En la bañera veo huracanes agitando las cortinas de plástico; en la pecera, los reyes magos son sirenas que juegan a quitarle a las niñas las gafas de bucear; en la habitación más oscura, aquella que huele a peladillas y polvorones, a turrón y leña quemada, los niños escuchan los relatos de la abuela: la de aquellos otros tiempos de las reinas magas y de los poemas épicos que hablan en esencia del amor y de la libertad; y en la guardilla, el olor a madera húmeda del techo a dos aguas, la claraboya y el cielo cuajado de estrellas, esperando que llegue la madre del invierno con sus cabellos de fuego, y sus ojos en los que se leen el futuro de todas las verdades.

Es un diciembre dorado. Las luces de los árboles de Navidad están apagadas. El soplido de las risas las apagaron y ahora solo hay alegría y peatones bailando bajo la luna. Y hay dos reinas magas y un rey mago en la esquina de aquel gran almacén, y una vieja gruñona dice que no sé quién quiere acabar con la Navidad, y con los camellos y sus jinetes, y con la niña que llora en el portal de Belén, y con los pastores y las pastoras, y con las risas de las niñas y los niños mientras acarician una barba verde y comen tortas de pascua.

Y arriba, en el monte de las cenizas, se huele a lavanda y a sal; y abajo en ese valle decadente separado por un río, la igualdad es una procesión de sueños que besa en la frente, y el camino a Belén está sembrado de pétalos de rosas, y si miras bien hay una reina maga que sigue con la mirada perdida la estela de la estrella de oriente, y por ningún lado se ve a santa Claus pero sí a sus renos y los libros que reparten sus mensajeros.  Y fuera, en la explanada, llueve. Una fina lluvia violeta moja la calle besando de paz las ilusiones de las niñas y los niños, de las mujeres y los hombres, de nosotros y nosotras…

La Navidad.

II

Y es verdad que aquel valle huele a cangrejos de río, y ese otro puerto de mar es el vuelo rasante de los petreles sobre la inmensa llanura de algas que rodean el crepúsculo con sus millones de dedos húmedos (y ásperos). Y aquí vivimos todos, entre el sueño y el prejuicio, leyendo libros y bebiendo del viento el amor de los osos polares. ¡Hace frío!, ¡un frío intenso que anuncia el silencio!

La Navidad.

Sería indigno invocar a los dioses para que nos rescataran de la eterna y terrible frialdad de la calidez de este país de tantas tradiciones hogareñas. En algún lugar nos escondimos durante los largos siglos de oscuridad: junto al fuego, la mesa, los relatos épicos de héroes que siempre visitaban el cadalso, el belén, el oportuno visitante de tierras lejanas, los chinches, el recodo arrodillado de las esperanzas… El forastero nos traía noticias rojas, azuladas, verdes, de todos los colores del Arcoíris. Nuestros héroes, sus cabezas separadas de sus cuerpos, la muerte como anunciación de las ideas.

Pero ya sabemos que esta Navidad será distinta. Libaremos veneno distinto del mismo cáliz antes de que el frontispicio del año nuevo nos invite a transitar por los mismos paisajes de todos los años fenecidos. Paisajes ocres, yermos, siempre la misma voluntad de morir eternamente en las mismas presencias aleatorias del destino.

Y una lluvia violeta mojará las calles…

La navidad.

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