La ciudad era perfecta, al menos
para sus propósitos. De tamaño medio, todavía había gente que la consideraba un
pueblo donde todo el mundo, o casi, se conocía, donde las relaciones sociales
eran formalmente modernas pero en el fondo tan clasistas como las habían sido
siempre, desde la Restauración y más allá, hasta los primeros pobladores de la
conquista cristiana que se apropiaron de los vergeles, de los valles y de las
tierras mejores. Llegaron de Castilla y de la Corona de Aragón, si hacemos caso
a los cronistas, los modernos y los contemporáneos, que tejen la historia con
el hilo dorado que guía los designios de las clases dirigentes.
Todavía a principios del Siglo
XXI, los linajes se repartían el pastel: unos se deleitaban con el chocolate
que impregnaba el papel moneda, otros con el aroma desbordante, sobre todo en
abril, de la llamada cultura popular, los de más allá dictaban la ideología o
la forma de pensar y de comportarse; todo regado con el elixir orgásmico del
poder: la sensación de impunidad y esa prepotencia, insoportable en otras
latitudes, que solo ofrenda sumisión. Aparte quedaban los recién llegados, pero
éstos, si alguna vez habíamos creído en ellos como una esperanza en el erial
habitado por sombras, que no por ideas, de la ciudad, pronto eran arrastrados
por la corriente de los convencionalismos y se integraban en el orden inmutable
de la realidad vivida.
Así era y así fue durante siglos.
La perspectiva de una forastera circunstancial, de una viajera con la biblia en
la mano, o con papel y pluma en el leve equipaje que se lleva cuando se va en
busca de aventura, no podía ser, al
menos en los primeros momentos del encuentro y del enamoramiento o repulsión,
la misma e inmutable de las clases dirigentes. Si la primera podía otear desde
la atalaya de la ignorancia lo que, caótico u ordenado, se le ofrecía a la
vista, oído y sabor de las calles, plazas y jardines de la ciudad y sacar
conclusiones no contaminadas por el anodino transcurrir de generaciones enteras,
las segundas vivían desde el Siglo XIX atrofiadas en su pensamiento recurrente
y autocomplaciente.
Así era aquella ciudad de tamaño
medio, perfecta al menos para los propósitos de una observadora llegada de
tierras boreales, allí donde la distancia y el pétreo rumor de la naturaleza
escribían en sangre que los hombres, y mujeres, eran iguales ante la muerte.
Llegar con pluma y papel, también con lienzo, caballete y pincel, pero, sobre
todo, con el corazón envuelto en la cáscara de cierto cinismo social que nos
hace libres, a aquella ciudad, a finales de abril, cuando el azahar flotaba
denso en el aire, no debió sorprender a los que deseaban soñar que los extraños
se acercan a nuestra ciudad buscando la luz, esa luz que diluye en fuegos de
artificio el carboncillo de las sombras.
“… un
resplandor
Sostiene bien
estos cielos
Ya plenarios
del estío
Pero leves
para el brío”
Jorge Guillén
Llegó el primero
de mayo, ya casi nadie se acuerda. Llegó buscando en el paisaje lo que faltaba
en su corazón; tal vez lo que de pautado, sobraba en su cerebro. De aquello y
de esto escribiremos en Las Horas Sitiadas