domingo, 18 de mayo de 2014

La sangre cuajada en las orlas de las nubes

La cigüeña sobrevoló varias veces la plaza. El follaje de las acacias, pero sobre el calor de finales de marzo y ese sol brillante que dibuja con un grueso trazo de carbón la línea de las sombras, hizo que pasara desapercibido su vuelo. Nadie la vio, nadie sintió la breve brisa de sus alas que rasgaba el azul sólido del cielo mediterráneo. Estamos habituados a mirar fijamente las grietas de la piedra, observar el tierno tallo de la gramínea buscando la luz en la umbría del pórtico de la iglesia o los pétalos de las amapolas que crecen en los parterres del jardín. Pero el cielo... hace muchos años que no mirábamos con interés el cielo. Ya apenas significaba algo. Las amplias amplitudes del valle se habían enmarañado como telas de araña y cuando levantábamos la mirada, hilos de sangre cuajada manchaban las orlas del algodón de las nubes. Tal vez se tratara de la pérdida de cualquier creencia, de cualquier sueño en el que las piernas y los brazos se movieran libres en el universo, sin ataduras ni lazos tramperos colocados al azar en los meandros del futuro.
A mediados de abril, Ana las vio en la chimenea de la fábrica de ladrillos. Era una pareja de cigüeñas blancas. El viento de la primavera, que olía a azahar y a vida, erizaba sus alas. Una nube, con sus orlas de sangre cuajada, permanecía en quietud sobre la boca de la chimenea. Los niños se arremolinaban en las sombras de los muros derruidos de la fábrica o debajo de los chopos que crecían en los zigzagueos del cauce del río. Las cigüeñas habían vuelto, sobrevolaban con sus alas extendidas el granito azul del cielo y llevaban en sus picos ramitas secas, briznas de broza, globos de aire leve que no pesaba o casi. Levantar la mirada para contemplar las costuras del valle ya no suponía un doloroso esfuerzo. La cabeza ya no pesaba tanto como antes, como si el yugo simbólico uncido a toda una generación se hubiera disipado en el paso de las horas, de las luces y de las sombras de ese abril inusual.
En mayo, las sombras del vuelo de las cigüeñas habían sustituido a las de las nubes. Las orlas se habían desmadejado y el rojo cuajado del desamor se había convertido en un blanco de alas de ángel. En los terrados de las casas, los pollos de las cigüeñas se agitaban al sentir el contacto de la ropa tendida. No extrañaban a sus moradores, se dejaban acariciar cuando un niño subía a recoger las sábanas ya secas o cuando una madre en paro los miraba, se acercaba a ellos y les hablaba en susurros para evitar que el viento se llevara las frases, las maltratara con sus números primos y las dejara caer en la marmita donde se cuece la injusticia.
El 25 de mayo, los habitantes del pueblo se levantaron muy temprano, a eso de las siete. El fresco de la mañana olía a espliego, a plumones de cigüeña, a agua y ruiseñor. Desde los terrados de la plaza, las cigüeñas observaban la entrada y salida de la gente de la escuela. No se veía ninguna gaviota. Con la llegada de las cigüeñas habían abandonado el lecho del río y ahora comían en los vertederos del interior del desamor humano. Las amapolas florecían en los parterres y en las grietas de los sillares de piedra de la torre de la iglesia. El azul granítico del cielo había desaparecido del horizonte y ahora la luz brillante de la mañana te erizaba con el calor primaveral.
La madrugada del 25 de mayo fue blanca, y hacia las tres, cuando la luna se mecía en brazos de la sierra, la aurora boreal enrojeció el horizonte con unos trazos gruesos de utopía.

A la mañana siguiente, las cigüeñas ya no estaban, pero nunca más volvieron las gaviotas, ni la sangre cuajada manchó las orlas de las nubes. Algo había cambiado, algo relacionado con el corazón y con la esencia del pensamiento humano: la solidaridad.  

domingo, 4 de mayo de 2014

Lucía Sánchez me pide que le publique un texto breve...

Anoche, en una madrugada de brisa intermitente que acercaba la música de Los Chicos de la Tienda de Animales, Lucía me remitió el siguiente texto. Creíamos que había regresado a las calles de ciudad de México, a pasear su tristeza y su amor eterno por la literatura de Eloy Sotelo. No nos hagamos demasiadas ilusiones.

"Infante llovió oro y la sierra, el río, el regazo de los sueños (nubes de algodón rosáceo) cayó abatida por el monstruo de la razón, que engendra mentecatos cuando ya no hay nada en lo que creer. Cuando nació Infante sénior, un pacto en la broza incandescente de tu mirada, madre, hermana, amiga, confidente de las madrugadas.... ahora el rocío humedece las copas de acritud de un cielo negro cuajado de lágrimas y de besos de leche. Mentecatos de hornacinas donde arde el espíritu de papel, mentecatos que secan las raíces de los florales árboles del abismo cuando sus equipos ganan y derriban el plácido despertar del azahar de los naranjos. Jóvenes del Infante: escuchar el aullido de los prontos cadáveres. Hablan de vosotros, Ellos que son pasado, ceniza, aluvial riada de troncones e insectos voraces. Acaba la liga, y con ella los mensajes de esperanza, de espuma sonrojado los espermatozoides débiles de una adultez decrépita, que sonríe ante su propia incapacidad de levantar el vuelo y señalar con el dedo el lugar de la ventisca. 
Grande Infante, ahora olvido, tristeza, amapolas mecidas por el viento en la luz crepuscular de tus oponentes. Ellos los que ladran mientras la yegua cabalga libre hacia el futuro.