La cigüeña sobrevoló
varias veces la plaza. El follaje de las acacias, pero sobre el calor
de finales de marzo y ese sol brillante que dibuja con un grueso
trazo de carbón la línea de las sombras, hizo que pasara
desapercibido su vuelo. Nadie la vio, nadie sintió la breve brisa de
sus alas que rasgaba el azul sólido del cielo mediterráneo. Estamos
habituados a mirar fijamente las grietas de la piedra, observar el
tierno tallo de la gramínea buscando la luz en la umbría del
pórtico de la iglesia o los pétalos de las amapolas que crecen en
los parterres del jardín. Pero el cielo... hace muchos años que no
mirábamos con interés el cielo. Ya apenas significaba algo. Las
amplias amplitudes del valle se habían enmarañado como telas de
araña y cuando levantábamos la mirada, hilos de sangre cuajada
manchaban las orlas del algodón de las nubes. Tal vez se tratara de
la pérdida de cualquier creencia, de cualquier sueño en el que las
piernas y los brazos se movieran libres en el universo, sin ataduras
ni lazos tramperos colocados al azar en los meandros del futuro.
A mediados de abril, Ana
las vio en la chimenea de la fábrica de ladrillos. Era una pareja de
cigüeñas blancas. El viento de la primavera, que olía a azahar y a
vida, erizaba sus alas. Una nube, con sus orlas de sangre cuajada,
permanecía en quietud sobre la boca de la chimenea. Los niños se
arremolinaban en las sombras de los muros derruidos de la fábrica o
debajo de los chopos que crecían en los zigzagueos del cauce del
río. Las cigüeñas habían vuelto, sobrevolaban con sus alas
extendidas el granito azul del cielo y llevaban en sus picos ramitas
secas, briznas de broza, globos de aire leve que no pesaba o casi.
Levantar la mirada para contemplar las costuras del valle ya no
suponía un doloroso esfuerzo. La cabeza ya no pesaba tanto como
antes, como si el yugo simbólico uncido a toda una generación se
hubiera disipado en el paso de las horas, de las luces y de las
sombras de ese abril inusual.
En mayo, las sombras del
vuelo de las cigüeñas habían sustituido a las de las nubes. Las
orlas se habían desmadejado y el rojo cuajado del desamor se había
convertido en un blanco de alas de ángel. En los terrados de las
casas, los pollos de las cigüeñas se agitaban al sentir el
contacto de la ropa tendida. No extrañaban a sus moradores, se
dejaban acariciar cuando un niño subía a recoger las sábanas ya
secas o cuando una madre en paro los miraba, se acercaba a ellos y
les hablaba en susurros para evitar que el viento se llevara las
frases, las maltratara con sus números primos y las dejara caer en
la marmita donde se cuece la injusticia.
El 25 de mayo, los
habitantes del pueblo se levantaron muy temprano, a eso de las siete.
El fresco de la mañana olía a espliego, a plumones de cigüeña, a
agua y ruiseñor. Desde los terrados de la plaza, las cigüeñas
observaban la entrada y salida de la gente de la escuela. No se veía
ninguna gaviota. Con la llegada de las cigüeñas habían abandonado
el lecho del río y ahora comían en los vertederos del interior del
desamor humano. Las amapolas florecían en los parterres y en las
grietas de los sillares de piedra de la torre de la iglesia. El azul
granítico del cielo había desaparecido del horizonte y ahora la luz
brillante de la mañana te erizaba con el calor primaveral.
La madrugada del 25 de
mayo fue blanca, y hacia las tres, cuando la luna se mecía en brazos
de la sierra, la aurora boreal enrojeció el horizonte con unos
trazos gruesos de utopía.
A la mañana siguiente,
las cigüeñas ya no estaban, pero nunca más volvieron las gaviotas,
ni la sangre cuajada manchó las orlas de las nubes. Algo había
cambiado, algo relacionado con el corazón y con la esencia del
pensamiento humano: la solidaridad.
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