No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. El calor de finales de junio, pocos días después del solsticio de verano, me tenía encerrado en casa, con las persianas bajadas, leyendo en penumbra no recuerdo qué drama de Shakespeare. No sabía si morder la manzana o dejar que se agusanara con las otras manzanas del frutero. La poesía se apilaba en el cráter de la madrugada, poco antes de las cuatro. Luego, a las cinco, me preparaba el café y la tostada, y desayunaba contemplando las oscuras espesuras de los árboles del parque. Una mujer paseaba con un dálmata. Tenía el cabello castaño y nunca la veía de día. Ni en la calle, ni en los comercios del barrio, ni sentada en un banco del jardín infantil, ni camino del trabajo, ni volviendo de él. Solo al amanecer, caminando pensativa entre los árboles, llamando al perro, acariciándolo, arrodillándose para recoger con un guante y una bolsa sus excrementos. Parecía una mujer sola en el mundo. Rodeada de árboles, de flores, de senderos, de estanques de agua verdosa. En aquel parque de diez hectáreas o más, rodeado de edificios, en donde la hierba olía a fuel y los mirlos cantaban al amanecer.
Bebía el café a sorbos, mordisqueaba la tostada con desgana. ¡Ese calor de las primeras noches del estío!, ¡esa terrible soledad de los largos días de junio! El cadavérico escorzo de la ciudad buscaba los últimos hilos algodonados de las nubes. Desde las blandas azoteas casi se podía besar el último adiós de los cielos grisáceos que ya no regresarían hasta casi el fin del mundo (o de nuestras existencias). Quién sabe… El café sabía a tristeza, a una terrible y solitaria tristeza. Pocas horas después, a media mañana, el café sabría a una terrible y solitaria tristeza. Y en la reunión de la tarde, mientras se decidía el futuro de la empresa, de una hipoteca o del desenlace de este escrito, el café quemaría con la incandescencia de un volcán liberado. Y sin embargo, yo sabía que, en algún momento, las invisibles tijeras del destino cortarían en dos nuestras vidas, volviendo a unirlas en extraña contradicción.
No es verdad que la naturaleza fuera violenta. Ahí enfrente, en lo profundo de ese parque de diez hectáreas, en el lugar de la ardilla o del cisne, cuando la luna se reflejaba tenue en el cristal verdoso del estanque o las olas de viento cimbreaban entre las ramas de los arces, no había violencia. Tampoco la había en el paseo por el parque de esa mujer de cabello castaño, ni cuando llamaba a su perro para susurrarle al oído los secretos que ningún ser humano ha conocido o conocerá jamás. No. Incluso había algo de pacífico en la lucha por la vida. El pez grande se comía al chico, pero antes no lo torturaba, no jugaba con él y con sus esperanzas, no le enseñaba un futuro cegado por la desesperación o por el desgarro de la nada existencial. Describir la naturaleza como un campo de batalla, en el que los más afortunados eran moribundos que lamían sus heridas a la sombra de los castaños, puede que sirviera a los propósitos de poseer, de mandar, de ser obedecido de alguna gente, pero no te describía a ti, ni a mí, ni a esa hermosa historia de amor que surgió aquel amanecer. En realidad, no describía nada de lo que amábamos, ni de lo que hubiéramos querido amar si nos hubieran dejado edificar palacios de cristal con la niebla que envolvía de carne el bosque.
Ya el amanecer aclaraba el sotobosque. Todavía sentía en la piel la brisa de la madrugada, la humedad de tu cuerpo aproximándose en oleadas arrítmicas, las blancas crestas de un mundo terrible que se apagaba cuando el sol abría ventanas de luz en la floresta. A un lado de la mesa, el café y la tostada, al otro un libro abierto en mitad de un corazón que latía y que amaba. La tierra estaba desnuda y deseaba abrigarte con ella, pero el asesino ya no tenía escapatoria. Resbaló en un rayo de sol y su cuerpo flotaba boca abajo allá en el estuario, junto al naufragio de toda una generación. Tal vez alguna vez lo amamos, y pronunciamos su nombre con respeto, y le dimos nuestra confianza para que creara paraísos en los yermos; pero ya no quedaban paraísos (hay gente que afirma que nunca los hubo, que todo fue ilusión), solo esos infinitos paisajes desolados que se extienden hasta el horizonte y que llamamos mentira.
No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. Lo hice al amanecer pero no tuve respuesta. Saltó el contestador del teléfono y supe que no estabas sola. Miré por la ventana y la vi caminar solitaria entre el jazmín. El dálmata tensaba la correa mientras ella intentaba escuchar el canto del mirlo.
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http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2016/04/aclara-sotobosque
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