El paisaje desciende imperceptiblemente hasta la orilla del mar. El cielo es azul, una inmensa bóveda azul sostenida por el viento del atardecer, cuando ya la vida se hace oscura y el silencio se apodera de los caminos. María contempla la tierra, los algarrobos que ofrecen sombra en la siega, los almendros alineados allá en la falda del monte pelado, la piedra apilada en aquel otro extremo del campo, hacia poniente. Tiene setenta años pero todavía en agosto varea la algarroba. Le sobra también memoria para recordar el hambre que nunca se fue. Acaso se ausentó cuando la lluvia era suficiente para sacar adelante la cosecha o los guerreros se tomaban un descanso para reponer fuerzas tras las batallas más sangrientas. Luego estaba la sequía y el viento que secaba el aliento, y los enviados del rey y de la iglesia, y de los amos de la tierra, que cuando ya parecía que se habían olvidado de la gente de aquella tierra, volvían a reclamar lo que consideraban de su propiedad borrando las lindes y sustrayendo el sustento con la ley en la mano.
Ahora, ya al atardecer, cuando el cielo que cubría el mar estaba encapotado y la brisa llegaba húmeda y septiembre mediaba, María contemplaba la tierra, la hilera de almendros y las manchas de los algarrobos entre el amarillo del rastrojo, negando el futuro con la cabeza. Con lo recogido no pasarían el invierno. El hambre asomaba ya en los cruces de los caminos, una multitud mendicante arrastrando los pies, dirigiéndose a ninguna parte, muriendo a las puertas de los valles regados por los ríos que descendían de las altas y blancas montañas. Ellos, su gente, no tenían ni eso. La tierra reseca, los surcos polvorientos, la piel de los lagartos sobre las rocas desnudas del cabezo cercano. Y ese hambre que llegaba y se iba dejando el paisaje sembrado de cruces.
Y al fondo, el mar siempre azul. Y esa otra gente, primos lejanos, desconocidos que decidieron un día surcarlo y vivir de él. De su orillas endurecidas, de sus cañaverales y sus corrientes, de sus olas y del viento que las embravecía. Desde mar adentro se podía contemplar la puesta del sol y las lejanas sierras desdibujadas por la neblina. Y su fondo y los peces alrededor de la barca.
II
La luna, arriba, se refleja en las aguas que parecen moverse encrespadas hacia el nacimiento del río. No hace frío pero la humedad se mete en los huesos. Todavía no ha amanecido y los cuatros hombres se mueven alrededor del semáforo para entrar en calor. Tienen la piel oscura, son subsaharianos, llegados de las lluvias del trópico. Uno de ellos tose. Tiene fiebre pero ha decidido levantarse pesadamente de la cama, tiritando, empapado en sudor. Los otros contemplan el parterre que separa los carriles de la calle paralela al río. Una furgoneta se detiene en el semáforo. Su carrocería es azul y tiene cortinillas en las ventanas traseras. Alguien silba desde dentro de la furgoneta. Luego un “vamos, que llegamos tarde”. Pronto abandonan la ciudad, la carretera se empina. A ambos lados, los pinos oscuros se recortan sobre un cielo cada vez más claro. Pronto amanecerá. La luz del sol ilumina los escarpes de la sierra.
En lo alto del puerto, la llanura aparece con una capucha de nubes rojizas. Abajo brilla el plástico de los invernaderos, y más allá del cabezo la neblina envuelve la superficie del mar. Aquella es una tierra fértil, ya lo dijo Madoz. El agua salobre extraída por los molinos fue sustituida por la del trasvase, y cuando esta fue insuficiente se abrieron pozos y desaladoras. Ahora el verde se extiende por el antiguo secano y la tierra está preñada de riqueza.
Los cuatro hombres descienden de la furgoneta en un camino de servicio, junto a una plantación de brócoli. Hay mujeres y hombres sentados en el suelo o sobre cajas esparcidas en los lindes del campo. Hablan entre ellos. “Ya sabéis lo que se paga. Estáis a tiempo de marcharos. Es lo que hay”. Pero los caminos no llevan a ningún sitio. Puedes arrastrarte por ellos durante horas y al final del camino, habrá otro camino que recorrer con los bolsillos vacíos. Todos optan por quedarse. Han llegado de muy lejos, han cruzado océanos y desiertos, han visto como amigos o familiares se quedaban en el camino. Ellos al menos pueden comer todos los días o dormir bajo techo. Al final son parte de la mercancía y el valor que aportan a la misma tiende al cero. Pero pueden comer aunque cada día que pasa tengan que trabajar más para comprar lo mismo. Allá donde vayas es así. Solo mantenerse vivo empuja a los caminos. Recoger las pocas pertenencias, mantener unidos a las personas queridas y huir bajo la nevada sacando pesadamente los pies del hielo, caminando sin descanso, huyendo…
La vida es lo que queda. Y cuando consigues mantenerla, no importa el lugar que te espera al final del trayecto, porque el valor que aportas a un kilo cosechado de brócoli es insignificante y tiende a la nada, y ya solo trabajas para comer y dormir en un cuartucho, y llegará el día en que solo trabajes para volver a trabajar.
Anochece. Los cuatro hombres dormitan en la furgoneta. Una capucha rojiza cubre la cima de la sierra. Hace frío. Uno de los hombres tirita de fiebre. Lleva en el bolsillo dieciocho euros. Los demás, poco más de veinte. La furgoneta se detiene frente al semáforo. La luna, arriba, está llena e ilumina los cañaverales de río y se mueve por la lámina de agua.
III
María contempla la tierra. La cebada no ha crecido lo suficiente. A sus setenta años ya sabe que su hija tendrá que marcharse a servir a la ciudad.
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