
Sorprende contemplar, hoy en día, las ruinas de Segóbriga, en el páramo conquense, en las alturas que dominan el valle del Záncara, con suaves colinas de pinos y esponjas de nieve en las umbrías. Observas desde las atalayas de la naturaleza una tierra vacía, algunos árboles de ribera al fondo, orlando con su verdor el cauce del río, y, a tus espaldas, imaginas, aunque no lo ves, las primeras casas de Saelices o la figura quebrada del Monasterio de Uclés. Allí construyeron los romanos una villa, importante sin duda si requerimos la atención de las ruinas arqueológicas, en medio de la meseta castellana, con bosques y agua, con calzadas y obras de ingeniería notables, con nieve en el profundo invierno y calor en los estiajes del estío. Y ahora, a mediados de 2012, produce escalofríos la soledad de estas tierras altas, lejos del mar, con paisajes cobrizos en otoño, blancos y oscuros en invierno, hermosos sueños para una imaginación callada, que busca el grito en el silencio, el graznido del cuervo en las quebradas o el susurro de la última hoja de los álamos cubriendo con su voz quejumbrosa la húmeda hojarasca del surco milenario.
Lejos, muy lejos, los puertos del Imperio, Cartagonova, el susurro de la brisa salada en los rostros de las gentes, el mar plácido, sereno, inquieto o travieso mientras los pecios duermen en los arrecifes o en los bosques de algas y arena, junto a los fantasmas del pasado, con sus ojos a ras del oleaje leve, oteando la tierra, los poblados de pescadores, las palmeras, el humo de las chimeneas y las colinas ondulándose a lo largo de la costa. Esclavos y romanos, amos y siervos...
la Historia es una dama que esconde misterios insondables en sus senos de sangre y lucha. Y si intentamos reconstruir el pasado buscando la equidistancia valorativa no podemos dejar de hurgar en las cicatrices de los siglos, algunas muy profundas, otras simples arañazos en la piel del tiempo. 2011 fue una año extraordinario. Nadie podía imaginar que aquel gigantesco hueco que se abrió en el jardín de San Esteban para construir un parking subterráneo albergara tantas sorpresas. Tampoco que muchos ciudadanos de Murcia defendieran la conservación de los yacimientos árabes que brotaban a la luz mediterránea desde un dulce sueño de raíces y tierra olorosa. Y aunque Al-Idrisi ya había descrito una ciudad floreciente a mediados del Siglo XII, la reanudación de las excavaciones nos trajeron nuevas exclamaciones de asombro y misterio. Los arqueólogos contratados, los especialistas medievales, los diletantes que nos acercábamos al jardín para observar la aparición de nuevos periodos históricos en la tierra removida, expertos internacionales llegados de universidades francesas, belgas y alemanas, no dejábamos de frotarnos los ojos cuando iban apareciendo restos arqueológicos en profundidades en las que, se pensaba, solo había agua, cieno y vetas de piedra.
Una mañana soleada de abril, mientras las gentes de Murcia se divertían en sus plazas y calles, y se acercaban a las barracas a comer arroz y habichuelas, paellas de conejo, minchirones, paparajotes vestidas de huertanas y huertanos, un arqueólogo danés, Jacob Vesaas, invitado a la excavación por la Universidad de Murcia, se arrodilló ante un nuevo hallazgo, miró al cielo y no pudo dejar de gritar al viento y al sol el nombre de todos los dioses de las sagas escandinavas. Tenía delante un fragmento muy deteriorado de la quilla de un drakkar funerario vikingo. Repasó mentalmente las largas tardes pasadas en el Museo de barcos vikingos de Oslo, sus investigaciones y estudios detallados de las características de los drakkar, pieza por pieza, milímetro a milímetro, sus publicaciones en revistas de historia especializadas en el mundo escandinavo y no dudó ni un instante de la datación y atribución del hallazgo, a pesar de la incredulidad de todos sus colegas de profesión- y de pasión-. Estaba seguro que pronto aparecerían restos humanos, enseres domésticos, piezas de oro, tejidos de lana... no podía ser de otra manera.
¡ Un barco vikingo en el subsuelo de la ciudad de Murcia!, ¡ junto al Palacio de San Esteban !.
Las investigaciones situaron el enterramiento del drakkar en la segunda mitad del Siglo IX, más precisamente en los años del saqueo de la ciudad de Orihuela (Uriwala) y sus alrededores. Se supone que el barco fue porteado aguas arriba de la desembocadura del Segura por los propios vikingos, en unos años en los que el río bajaba muy crecido por las lluvias abundantes de los años centrales del Siglo IX. Las razones que llevaron a los vikingos a elegir el lugar preciso del enterramiento es un misterio, tampoco los sufrimientos de una ciudad fundada pocos antes, en la que los invasores tuvieron que provocar forzosamente estragos sin que éstos aparezcan en ninguna fuente árabe o cristiana. Tampoco se sabe mucho de los poderes supuestamente mágicos de los drakkar funerarios aunque existe una amplia y diversa literatura no científica, más próxima a la parapsicología y a concepciones irracionalistas de la vida humana, que buscan el nexo de unión entre el mal absoluto y lugares malditos o maldecidos. En este sentido, se cree que enterramientos de personas o grupos humanos que han practicado el pillaje, el asesinato, el robo en todas sus formas emanan sentimientos negativos, incluso de emulación, que pueden afectar a posteriores pobladores de los alrededores de dichos enterramientos. Es, guardando las distancias, de lo que nos habla la literatura o el cine cuando enfocan sus diversos objetivos a mansiones o palacios diabólicos, nuevas edificaciones sobre cementerios poseídos por la maldad absoluta o lugares específicos donde se han producido asesinatos o actos violentos en masa. Tal vez sean meras especulaciones, pero algo debe de haber para que en plena crisis, a mediados de 2012, se haya decidido enajenar el Palacio de San Esteban trasladando la Sede de Gobierno a unas dependencias alejadas del yacimiento arqueológico del jardín del mismo nombre. Mientras tanto, las murcianas y murcianos no dejamos de asombrarnos con tanto descubrimiento.
(*)- Una explicación mágica, entre las muchas posibles, del saqueo de los derechos laborales de las y los empleados públicos de la Administración regional.