La locomotora se detuvo
en la estación por primera vez en veinte años. El esqueleto de un
pasajero que perdió el último tren permanecía erguido sobre el
banco, los huesos de las piernas cruzados, una flor marchitándose en
la mandíbula entreabierta. Al otro lado de las vías, el viento
agitaba los álamos que habían crecido en los cúmulos de tierra
oscura y en los fondos de las excavaciones de los que nunca se
erigieron los pilares de cemento.
El viento olía a olvido
como hacía veinte años, cuando el último tren, del que
descendieron los ilustres viajeros, se detuvo en la estación.
Entonces, los globos de colores adornaban el esqueleto de metal de la
antigua estación, las banderas patrias crecían como setas en los
húmedos bosques otoñales y la cinta de inauguración encandilaba
con sus brillantes colores en una mañana triste, de cielos grises y
llovizna cansada.
El último pasajero, con
las piernas cruzadas, contemplaba el paisaje matinal con la
melancolía de los antiguos creyentes, los que murieron en las
catacumbas y a los que el huracán de las desvergüenza política
dejó desnudos en la segunda década del Siglo XXI. Había comprado
el billete de ida, a Toulouse, a Frankfurt, a Rüsselsheim, a quién
sabe qué agujero de las tierras del norte. Por entonces no le
crecían flores en la boca, solo el amargo sabor de la retama, el
hastío, la desesperación por la pérdida de las raíces que alguna
vez pensó poseer para siempre.
Los ilustres viajeros
descendieron del vagón de primera clase con las tijeras afiladas,
con la mirada fija en la cinta, con el viento alborotando sus
cabellos de platino. Era mes de inauguraciones, como cada cuatro
años. El oficio de afilaor prosperaba en estos días
primaverales. ¡Eran tantas las cintas que había que cortar, tantas
las semillas de ilusión que había que sembrar en las almas
cándidas!.
Era mayo.
La llovizna humedecía
apenas las hojas de los álamos.
El cielo era gris.
Las nubes, oropeles de
bambú.
El viajero observó el
billete de viaje. Lyon, Copenhague, Estocolmo, ¿por qué no Yakutsk,
junto al río Lena, entre diamantes y hielo?.
Los viajeros ilustres,
cortadores de cintas, con sus cabellos plateados, con sus programas
electorales bajo el brazo, y sus sonrisas de triunfadores, poetas de
rimas duras como el cuarzo, vendedores de felonías envueltas en
papel de regalo, saludaron al público, a un obrero con orejeras
antiruído que transitaba por el andén con el contrato para un día
en la mano, al cielo gris de la mañana y al susurro de los álamos
agitados por el viento. Una orquesta tocó el himno a la alegría, un
asesor susurró algo al oído del señor presidente, otro pensó
durante unos segundos en su futuro incierto y el de más allá
reflexionó sobre lo injusto que podía resultar el mercado
electoral, sobre todo con él, tan sagaz, tan leído, tan necesitado
de reconocimiento público.
El viajero descruzó las
piernas, se masajeó los muslos, buscó la hondura del vuelo de los
vencejos, soñó en el crepúsculo de los charlatanes y sus tijeras
recién afiladas, en un huracán que limpiara la atmósfera de la
pestilencia estancada. Los sueños son libres, no están constreñidos
por las tapias de los cementerios de la economía- pensó una
milésima de segundo antes de que el señor presidente cortara la
cinta y diera por inaugurada la obra de soterramiento de la
estación-. Volvió a cruzar las piernas y entonces el tiempo se
detuvo, se quedó quieto para siempre.
Era mayo.
La llovizna cesó.
El cielo hundió en su
pecho cóncavo las hojas recién afiladas de las tijeras.
Los bloques de hielo
descendían ruidosos por el cauce del río Lena.
Los ilustres viajeros
subieron al tren, se llevaron los votos y los travesaños de las
vías, saludaron desde las ventanas del vagón de primera, se
tragaron la saliva y la hiel y se citaron para otro mayo, cuatro años
después, acaso con un cielo brillante pero con el agujero de la
desesperanza excavado en el corazón de un pueblo...
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