jueves, 25 de junio de 2009

La Vía Láctea en tierras altas





La Mancha es tierra sagrada. Don Quijote meó alguna vez entre sus carrascas, protegiéndose del viento azulado engendrado por los molinos. Más al norte, se levanta sobre el oro una ciudad inverosímil, y los ríos mueren en cloacas y bates de béisbol traídos junto a la leche en polvo por los americanos. Pero allí la Vía Láctea es mera ilusión de farolas, faros de coches y miradas brillantes del tipo arcaico. El cielo no existe en Madrid, la noche tampoco, al menos esa noche que acaricia tu cara con el olor de los bosques danzantes. Y cuando buscas en el suelo la tierra húmeda, entiendes que el humus que fertiliza nuestros pies de barro es solamente la funda de plástico que protege las letras que desgarran un poema de Vicente Aleixandre.

Pero no quiero hablar de Madrid y de su insólita vida en medio del páramo de la poesía. Nuestros hijos se van a La Mancha: David, Álvaro, vicent y David S. Espero que se acerquen a una era, a un viñedo o a las alturas de Belmonte, y contemplen la noche colmada de estrellas, y la Vía Láctea arriba, perfilada sobre las miradas de toda la Humanidad. Cielo majestuoso en mitad de la tierra. Lejos quedan las sombras de los molinos, las ovejas paciendo en cementerios barrocos de avena verde, el cuerpo de Jorge Manrique desangrándose en el campamento de Santa María del Campo de Rus y los ríos secos que desarenan su nada en las bocas del olvido.

¡Id, pues, a la era, al viñedo o a las alturas desde las que una noche Fray Luís de León amó la belleza de su Belmonte natal, y contemplad la Vía láctea!

En Madrid no podréis contemplarla y cuando volváis a Murcia dejaréis una estela vacía de 250 kilómetros de asfalto y reflejos de nostalgia.

Lo recordó Manrique en las laderas de Castillo de Garcimuñoz:



“Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar...”



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