viernes, 5 de abril de 2013

Un cuerpo frío bajo la nieve...





Llovió por la tarde. Huele a humedad y a fiesta. Desde el Puente Viejo contemplamos el río. El agua cubre las dos motas interiores de su cauce. La de la margen izquierda resistirá la zapa de la erosión. Está protegida por un talud de piedra. Sin embargo, la mota de la margen derecha, en la que se sientan los pescadores buscando la sombra breve de las palmeras, se deshace como un terrón de azúcar. Las raíces de las palmeras danzan como algas de un fondo marino arenoso.
La sardina se alza frente al Hotel Victoria. Esta mañana he leído que llegó ayer en bicicleta. ¡Valiente sardina!, ¡hay que ser muy osada para circular en bicicleta en una ciudad tan amable como Murcia!. Sin embargo, se levanta indolente sobre un pedestal. Ha llegado indemne y ahora sonríe a la olorosa noche murciana. En lo más alto, publicidad de un Banco. Ellos pagan la sardina, nosotros los cristales rotos. Rodeo el pescado buscando las heridas del anzuelo sobre el cartón piedra. La huelo: más parece un arenque seco traído de la garganta profunda del Gulag. ¡Si Solzhenitsyn leyera estas notas!.
La sociedad murciana es el palacio de cristal de Murano de la inconsciencia colectiva hecha añicos. Los vidrios del desastre se esparcen por valles y llanuras de nuestra tierra. Brillan en sueños de oropeles tropicales bajo un sol meridional, cálido, calladamente incestuoso. En derredor de la sardina, la gente se fotografía, sonríe, se mira, se desnuda con la piel de la sensualidad del azahar de la piel humana. Las calles de la ciudad bullen de vida. Bajamos hacia la Gran Vía. A la altura del número 9 de la avenida, caminamos durante un tramo por el asfalto. A lo lejos, una furgoneta de la policía local abre el paso al desfile del testamento de la sardina. Se escucha ya el pitorreo de la fiesta, el olor a alcohol, el inestable movimiento sobre un charco de ginebra de los caballeros de las carrozas jugueteras. En la acera, creo ver al Gran Gatsby con una copa de champán en la mano. Observa la noche con desdén y sonríe cuando los sardineros reparten plástico tóxico a la chiquillería que se les acerca.
Nos alejamos de la fiesta. En el cajero automático de un banco del BBVA, dos vagabundos se preparan el lecho nocturno. La luz blanca del cubículo es perfecta para leer. Uno de los vagabundos sostiene un libro de tapas blandas naranjas. Creo leer Agatha Christie en la portada, pero tal vez me equivoque. Por alguna razón suelo asociar el nombre de la autora inglesa a la trashumancia, a la inestabilidad emocional, a la pesadilla nunca despertada. Vivimos una época difícil, el esqueleto que sostiene la carne de nuestra economía tiene osteoporosis, los gobernantes de esta tierra dejan un rastro de calcio allí dónde se sientan, están enfermos de incomprensión y viajan a Madrid a llorar la ingratitud de esa gente del sur por la que tanto han luchado.
Volvemos a casa. Dejamos a un lado al Gran Pez y a doña Sardina. Ya hemos soportado bastante a Fernando Romay en las retransmisiones televisivas del UCAM Murcia. Cruzamos de nuevo el río. El agua fluye sin apenas resistencia, pero no se ven flotar los cadáveres de tantos años perdidos. Deben estar enterrados en los lechos secos de las ramblas, en los hoyos de los campos de golf, en las calles que delimitan solares de urbanizaciones abandonadas, en las autopistas de peaje que vamos a pagar todos los ciudadanos...Nada de cuerpos hinchados por el agua o de arcas llenas del oro robado a la sociedad. Junto a un cadáver nunca encontraremos su penitencia, tampoco su arrepentimiento.
A la altura del número 9 de la gran Vía miramos al cielo. No se ven las estrellas. El olor a alcohol y a desvergüenza ocupa el vacío dejado por la honradez (si es que alguna vez la hubo).
¡Si al menos nevara en Murcia, con el deshielo aparecería el cadáver que huele a coles de Bruselas!.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querida Lucía, esto no es un cuento, es la cruel y triste, muy triste realidad. Esta verdad me desgarra el alma y grito de dolor, un grito en no sé qué longitud de onda pues los que me rodean permanecen impasibles ante mi requiebro. ¿Habrá alguien aquí o allá que atienda mi dolor?