Ocurrió durante las Fiestas de Primavera. Un miércoles o un jueves, no lo recuerdo bien. Abril o finales de marzo. El 31 posiblemente, aunque ya el olor a azahar y los atardeceres tardíos nos hacían navegar por los mares de amapolas y tenues besos de la templada noche. El sonido de los tambores y de los carros-bocina de la Semana Santa era ya recuerdo en el cielo azul y sus orlas de nubes alargadas. Éramos relativamente felices paseando por los jardines, entre barracas, jóvenes recostados en los parterres y el olor a salchichas, longanizas y morcillas que parecían impregnar el aroma de las flores. Felices y satisfechos al atardecer, amantes esperando el brillo de la luna en nuestros torsos desnudos y bebiendo aguardiente en el lascivo susurro de la brisa de la madrugada.
Pero aquel día, tal vez horas antes de que abril llegara con su primera tormenta de la atardecida, ya olía a pólvora. La ciudad vivía en la calle, soñaba en sus plazas, se extasiaba en sus altos campanarios, observaba el río y a la sardina que, envarada en mitad de la corriente, miraba al cielo sabiéndose escultura y señora de la ciudad. Aquellos días, finales de marzo, comienzos de abril…
Bajamos a la calle. Blanca, Sergio y yo. Habíamos pasado horas encajando puzles, escuchando música (tal vez a Rosa León, no lo recuerdo bien), viendo alguna película de Disney. Blanca y Sergio, ocho y cuatro años, querían, sin embargo, bajar a jugar a la calle con sus amigos. Cansados de estar en casa, añoraban los troncos de los arces, los maceteros de la floristería, la sombra del ficus y su tronco paternal donde poder recostarse. Todavía faltaban horas para que su madre regresara del trabajo. Era buen momento para sentir los aromas de la fiesta, los culinarios y aquellos que la naturaleza y el alma humana nos obsequian en contadas ocasiones.
En la Plaza de Santo Domingo, no muy lejos del Arco, una compañía de titiriteros había instalado su retablo. Había muchos niños en derredor, también padres y madres comiendo yogurt helado o abanicándose con el programa de fiestas. Hacía calor. ¿Quién recuerda ya un inicio de primavera sin calor? Las palomas picoteaban migas de pan, palomitas de maíz, restos de hojaldre de pasteles de carne. Se acercaban a las piernas de la gente sin temor, y solo cuando un niño llegaba corriendo de su escondite levantaban un vuelo de pocos metros. Pronto las teníamos de nuevo a nuestros pies, con una blanca suciedad que no nos producía sentimiento alguno. Eran nuestras compañeras de las largas tardes de parque, niños, lecturas intranquilas, conversaciones insustanciales y a veces, en contadas ocasiones, incipientes amores prohibidos.
Los titiriteros ultimaban los preparativos del espectáculo. Se movían nerviosos detrás del pequeño escenario. Tenían poco espacio para trabajar con los títeres de varilla. Sin embargo, confiaban en que su obra gustara a los espectadores. Sus montajes no estaban concebidos para niños, no al menos totalmente. Ellos hacían teatro para un público adulto con corazón de niño. O viceversa: un teatro para que los niños se hicieran adultos sabiendo de qué iba todo eso de la realidad, el pragmatismo, el sufrimiento, la muerte… Tampoco es que quisieran subvertir el orden vigente, ni adoctrinar a los niños, ni siquiera cambiar un cachito de mundo. Solo que los adultos vieran su teatro con corazón de niño y los niños comprendieran por qué los adultos eran escépticos, descreídos y contradictorios. Solo eso.
Ser descreídos y escépticos. ¿Cómo habíamos llegado a ese mundo sin corazón que revoleaba como una mariposa en el asfalto, solitario, sin flores ni brújulas que nos guiaran buscando el olor a tierra húmeda entre tanta vaciedad? Vivíamos en un paraíso no pedido, tal vez tampoco impuesto porque la realidad se nos desvelaba única. Eso al menos se leía en los manuales que hablaban de los mundos conquistados por el intelecto, también por algo de pasión y de olvido. Y esto último, el olvido, era el nutriente que nos mantenía asidos a los que nos rodeaban. No sé: la luna reflejada en tu rostro, el llanto de un bebé en la habitación del fondo, la necesidad de correr por el pasillo para acunarlo o alimentarlo, el beso deseado y nunca satisfecho por esperado, tu boca en la mía, tu cuerpo en el mío…
El escepticismo.
¡Qué terrible podía resultar todo aquello que alguna vez amamos con la cándida mirada de la niñez!
Blanca se sentía llena de felicidad. Tal vez esa felicidad de una niña de ocho años que habla con la brisa, o que huele el aroma de una flor, o que corre detrás de una imagen dorada que ha observado poco antes revolotear en el cielo, encima del algodón o de los rayos de sol reflejados en las hojas que brotan de la mente. Tener ocho años da para mucho; todavía faltan muchos años para comprender que todo es efímero, que el tiempo no transcurre en vano. Va destruyendo todo lo que queremos o quisimos. También lo que querremos. Mientras observaba los preparativos de los titiriteros, Blanca sonreía. Un nuevo espectáculo en una vida en la que todo es nuevo, no mera repetición del ayer y del mañana. Ese fluir de momentos únicos que nunca volverán a repetirse aunque sus representaciones se sucedan día tras día.
Sergio era una bandada de estorninos que quebraba y requebraba el espacio y el tiempo. Tan pronto lo tenía detrás como delante, arriba o abajo. Para él, el paisaje no tenía la quietud de un barco encallado en el arrecife, ni el orden de un hormiguero a mediados de octubre, ni la extraña gravidez de los membrillos cayendo del árbol. Corría detrás de las palomas, se detenía, las miraba y las retaba a que no levantaran el vuelo y sintieran su mano acariciando las plumas. Pero las palomas eran desconfiadas, a pesar de comer las migas de pan que les lanzábamos cada atardecer mientras el municipal nos observaba y negaba con la cabeza.
Por la calle de los traperos se acercó una comparsa de sardineros. Iban de burla con la banda de música. La calle era suya, y los portales y las entradas de las cafeterías y pastelerías. Un güisqui en una mano, un puro en la otra. Cuando dejaban el vaso en una mesa o un banco, repartían juguetería. Eran también aficionados al fútbol aunque no lanzaran monedas de céntimos de euro de espaldas y entre risas. Eran los amos de la ciudad, del viento y del vaho. Al menos durante cuatro días eran dioses que exigían su lugar en el Olimpo. No entendían el rechisto, que para eso impartían y repartían clasismo. Pisaban vidrios de día y de noche, y entre risas se sabían dignos herederos de aquellos que gobernaron a súbditos y no a ciudadanos.
En fin, yo y tal vez tú. No podría afirmarlo aunque quisiera soñarlo. Tu cabello, tu frente, tus pómulos, tu nariz, tu boca en la tarde cálida y larga de una primavera incipiente. Los sueños son eso, otras vidas en las que te manejas con arte, oratoria y placer infinito. Por eso no existen, son incorpóreos y aunque sientes su influencia en el vello, en el corazón y en aquellas partes del cuerpo que se recitan en frases cortas y tajantes en los Trópicos de Miller, sabes que si te acercas, el sueño se disipa en la comisura de los labios y solo queda un amargor que atormenta sin razón aparente.
Tal vez tú, tal vez yo…
El espectáculo de títeres había comenzado unos minutos antes. El sol se retiraba y ya solo iluminaba las copas de los arces y el inmenso ficus del centro de la plaza. Extraña obra de teatro. Personajes corriendo de un lado a otro con estacas y cachiporras. Un bebé en un lateral del escenario, solo, el hambre en el llanto. Un político, una refugiada de tez morena y ojos azules, un policía, un juez y un charcutero. El político visitaba el campo de Idomeni, en Grecia, y violaba a la refugiada encima de un colchón que casi flotaba en el barrizal. Vino comisionado por la Gran Civilización, pero ya conocemos a este tipo de gente: llega, ve, abusa de su autoridad y regresa con un informe que habla de miedo, penalidades y esperanza en la mirada de los refugiados. Políticos de las democracias avanzadas, prisioneros de las palabras y de las exigencias de sus gobernados; sátiros cuando no se les ve y no se les escucha. El titular es conocido por todos. Hay que acabar con las mafias que trafican con seres humanos. Ya se sabe: familias que viven en el Edén, cultivando hortalizas en el huerto, comiendo melocotones tibios, siempre sonrientes, hasta que aparecen los traficantes y les hacen ver que aquella no es vida, que cruzando el mar hay un futuro de dulces y teléfonos inteligentes en cada bolsillo o bolso. Sí, hay que luchar contra los traficantes con deportaciones masivas de refugiados políticos y económicos, pero antes hay que improvisar campos cerrados, campos de almendros o de jara con pocas alambradas y mucha resignación. El político habla al público, se mueve de un lado a otro del escenario, pontifica como buen demócrata y en un descuido, ¡zas!, desgarra la ropa de la refugiada y la viola. El cielo es gris, el viento agita las lonas de las tiendas y los ojos azules de la mujer son un mar amargo y muerto que solo refleja dolor.
Llegan los sardineros bailando y bebiendo. La gente se aparta a su paso. La comparsa toca un pasodoble. ¡Qué grandes días aquellos de la recién primavera con olor a azahar! ¡Qué grandes nosotros que repartimos plástico y coloreamos la tarde con púrpuras y pulseras de led! ¡Ah, las tradiciones, las sagradas tradiciones! ¡La felicidad condensada en cuatro días, sin lluvia, sin viento, con el sol en lo alto, luz de manzanilla con pétalos de nubes. Se acercan los niños en remolinos, extienden las manos, piden y reciben. ¡Quién los viera en Idomeni o en Moria repartiendo besos y pasaportes bajo la lluvia o el cielo del Egeo! Crecerían flores en sus manos y no alambiques de licor en las húmedas laderas de las carrozas. Pero allí no hay fiesta. Alguien dio la orden de que parara décimas de segundos antes de que un país se desmoronara por los acantilados y se hundiera para siempre en aguas turquesas. Luego llegaron hombres vestidos de negro, besaron el polvo de las Cariátides y envolvieron con papel de regalo made in Germanylas tragedias de Eurípides. Y Europa escribió en lengua moderna la última tragedia de un pueblo, ordenando cerrar los campos de refugiados y actuar de carceleros.
La refugiada, casi una niña, se arrastró por el barro de Idomeni mientras el político se arreglaba el nudo de la corbata y, con un pañuelo, limpiaba restos de barro de su pantalón. Luego salió de entre las tiendas con la cabeza alta, mirando las cercanas colinas, más allá de los postes en Y que sostienen las alambradas del campo. La refugiada lloró, gritó, maldijo. Por la izquierda del retablo apareció un policía y detrás un juez. El primero llevaba una escoba de barrendero, el segundo un recogedor de basura. Los títeres se movían armoniosamente por el escenario. Hablaban entre ellos una jerga extraña. Al fondo, las columnas se ondulan y una muchedumbre gritabapolizei, ritchter y gerechtigkeit (policía, juez, justicia).
Blanca me miró con ojos extraviados mientras que algunas madres y padres cuchicheaban a mi espalda. “Es un escándalo”, “una vergüenza”, “una inmoralidad”. Otros recogían a sus hijos y se apartaban del espectáculo de los titiriteros.
“Papá…” Blanca dudaba, observaba al policía que golpeaba con una cachiporra a la refugiada y le colocaba un cartel con “Viva ISIS” escrito en rojo. “Papá, no entiendo el cuento”. Sergio me cogió de la mano y me pidió un helado. En ese momento, llegaron los sardineros. La comparsa arrancó con el himno a Murcia. Las palomas levantaron el vuelo, el valle reverberaba de amor al atardecer, los pitos atronaron más allá del Arco. La carne hecha fiesta, la carne de membrillo, de melocotón, de albaricoque, de ciruela. Tu carne y la mía, amor.
Un sardinero rodeó la cintura de una joven que contemplaba los títeres. Le ofreció una cerveza, le acarició el cabello. Ella se revolvió y le abofeteó. “Cerdo”, “puta”, “¿quién te has creído que eres?”, “borracho de mierda”. Forcejearon, se insultaron. Un policía municipal se acercó pero alguien lo llamó y le señaló el espectáculo de títeres. Se volvieron a oír quejas de indignación. Una mujer hablaba de apología del terrorismo, un hombre de escena grotesca. “¡Hay que pararlo, hay que pararlo!” –exclamó un tercero–. Mientras esto ocurría, el sardinero y la joven siguieron forcejeando. Él la había sujetado de las muñecas y la llamaba histérica. Me acerqué para separarlos.
—No moleste a la joven. No quiere que la invite, ni que la toque.
—¿Y tú quién eres, mierda de tío?
—Un ciudadano cualquiera.
Como respuesta, recibí un puñetazo en el mentón y otro en la boca del estómago. Me retorcí de dolor ante de caer al suelo. Blanca me cubrió con su pequeño cuerpo. Sergio lloraba mientras llamaba a mamá.
—Así aprenderás, imbécil.
Ví acercarse a dos policías. Les extendí la mano. “Aquí, aquí…”
En ese momento, perdí el conocimiento.
Amanecía. Por la ventana, se veía entre brumas el Pico del Relojero. Tenía la mandíbula rota. Me esperaba el quirófano. Mañana o pasado, había poco personal. María, mi compañera, me leía la portada del periódico: dos titiriteros han sido detenidos. Representaron una historia en la que se hacía apología del terrorismo yihadista. Afortunadamente, la ciudadanía respondió y llamó a la policía para denunciarlo. Los titiriteros están incomunicados. El Estado de Derecho ha vuelto a triunfar. Se ha decidido no suspender el Entierro de la Sardina. Sería lanzar un mensaje de debilidad a los terroristas.
¡Ufff!, ¡cómo me duele la mandíbula!
http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2016/03/ocurrio-durante-fiestas-primavera
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