viernes, 29 de abril de 2016

Mi padre ha muerto




Mi padre ha muerto. Ayer salió de la dahira y no ha vuelto como se fue; quiero decir que lo trajeron en una camilla, no dando patadas al polvo como era su costumbre. Fue a Auserd a visitar a su hermano, que está enfermo, que le falta la pierna y cuatro dedos de la mano derecha. Pero de eso no tiene la culpa mi padre, ni sus hermanos, ni mis abuelos. Tampoco yo, que soy un niño y apenas llego al borde del pozo. Cada mes mido mi estatura con el fusil de padre; pronto lo sobrepasaré y podré ver el orificio del cañón desde arriba, y eso para mí y para los míos es importante, aunque en casa nadie quiere tenerlo porque dicen que es cosa del demonio… y de los marroquíes. Si no fuera por esa gente que vive en nuestro país no tendríamos armas, los abuelos nos hablarían de las leyendas del desierto y mi padre surcaría el mar en un pesquero.
Mi padre se perdió en la hamada. El médico lo examina de arriba a abajo. Diagnostica la gravedad de las quemaduras, le da agua a sorbos, le anima para que narre lo ocurrido, pero mi padre solo habla del mar, de la brisa salada y de sus compañeros del pesquero, casi todos muertos, uno en España. Estira los brazos para mostrarnos el tamaño de la corvina que pescó cuando era casi niño. Medía dos metros. Se ríe, pregunta por madre y todos nos miramos en silencio: madre está a quinientos metros de la jaima, en el cementerio. Al poco se duerme y sueña con aquel compañero canario del pesquero, que vuelve cada tres o cuatro años de visita, con medicinas, con un gran bizcocho y con la tristeza en la comisura de los labios. Patea las piedras de alrededor de la jaima, observa la acacia que crece junto al corral de cabras y musita “no lo hicimos, bien, no lo hicimos bien…”. Mi padre le dice en sueños que no tiene importancia, que algún día su pueblo volverá a admirar las olas del Atlántico, a introducir los pies en sus aguas, a contemplar la puesta del sol desde el puerto de El Aaiún.

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jueves, 28 de abril de 2016

Aclaraba el sotobosque


No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. El calor de finales de junio, pocos días después del solsticio de verano, me tenía encerrado en casa, con las persianas bajadas, leyendo en penumbra no recuerdo qué drama de Shakespeare. No sabía si morder la manzana o dejar que se agusanara con las otras manzanas del frutero. La poesía se apilaba en el cráter de la madrugada, poco antes de las cuatro. Luego, a las cinco, me preparaba el café y la tostada, y desayunaba contemplando las oscuras espesuras de los árboles del parque. Una mujer paseaba con un dálmata. Tenía el cabello castaño y nunca la veía de día. Ni en la calle, ni en los comercios del barrio, ni sentada en un banco del jardín infantil, ni camino del trabajo, ni volviendo de él. Solo al amanecer, caminando pensativa entre los árboles, llamando al perro, acariciándolo, arrodillándose para recoger con un guante y una bolsa sus excrementos. Parecía una mujer sola en el mundo. Rodeada de árboles, de flores, de senderos, de estanques de agua verdosa. En aquel parque de diez hectáreas o más, rodeado de edificios, en donde la hierba olía a fuel y los mirlos cantaban al amanecer.
Bebía el café a sorbos, mordisqueaba la tostada con desgana. ¡Ese calor de las primeras noches del estío!, ¡esa terrible soledad de los largos días de junio! El cadavérico escorzo de la ciudad buscaba los últimos hilos algodonados de las nubes. Desde las blandas azoteas casi se podía besar el último adiós de los cielos grisáceos que ya no regresarían hasta casi el fin del mundo (o de nuestras existencias). Quién sabe… El café sabía a tristeza, a una terrible y solitaria tristeza. Pocas horas después, a media mañana, el café sabría a una terrible y solitaria tristeza. Y en la reunión de la tarde, mientras se decidía el futuro de la empresa, de una hipoteca o del desenlace de este escrito, el café quemaría con la incandescencia de un volcán liberado. Y sin embargo, yo sabía que, en algún momento, las invisibles tijeras del destino cortarían en dos nuestras vidas, volviendo a unirlas en extraña contradicción.
No es verdad que la naturaleza fuera violenta. Ahí enfrente, en lo profundo de ese parque de diez hectáreas, en el lugar de la ardilla o del cisne, cuando la luna se reflejaba tenue en el cristal verdoso del estanque o las olas de viento cimbreaban entre las ramas de los arces, no había violencia. Tampoco la había en el paseo por el parque de esa mujer de cabello castaño, ni cuando llamaba a su perro para susurrarle al oído los secretos que ningún ser humano ha conocido o conocerá jamás. No. Incluso había algo de pacífico en la lucha por la vida. El pez grande se comía al chico, pero antes no lo torturaba, no jugaba con él y con sus esperanzas, no le enseñaba un futuro cegado por la desesperación o por el desgarro de la nada existencial. Describir la naturaleza como un campo de batalla, en el que los más afortunados eran moribundos que lamían sus heridas a la sombra de los castaños, puede que sirviera a los propósitos de poseer, de mandar, de ser obedecido de alguna gente, pero no te describía a ti, ni a mí, ni a esa hermosa historia de amor que surgió aquel amanecer. En realidad, no describía nada de lo que amábamos, ni de lo que hubiéramos querido amar si nos hubieran dejado edificar palacios de cristal con la niebla que envolvía de carne el bosque.
Ya el amanecer aclaraba el sotobosque. Todavía sentía en la piel la brisa de la madrugada, la humedad de tu cuerpo aproximándose en oleadas arrítmicas, las blancas crestas de un mundo terrible que se apagaba cuando el sol abría ventanas de luz en la floresta. A un lado de la mesa, el café y la tostada, al otro un libro abierto en mitad de un corazón que latía y que amaba. La tierra estaba desnuda y deseaba abrigarte con ella, pero el asesino ya no tenía escapatoria. Resbaló en un rayo de sol y su cuerpo flotaba boca abajo allá en el estuario, junto al naufragio de toda una generación. Tal vez alguna vez lo amamos, y pronunciamos su nombre con respeto, y le dimos nuestra confianza para que creara paraísos en los yermos; pero ya no quedaban paraísos (hay gente que afirma que nunca los hubo, que todo fue ilusión), solo esos infinitos paisajes desolados que se extienden hasta el horizonte y que llamamos mentira.
No es verdad que no te llamara para que me acompañaras el día de las votaciones. Lo hice al amanecer pero no tuve respuesta. Saltó el contestador del teléfono y supe que no estabas sola. Miré por la ventana y la vi caminar solitaria entre el jazmín. El dálmata tensaba la correa mientras ella intentaba escuchar el canto del mirlo.
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domingo, 3 de abril de 2016

Sueños abajo

La mirada baja envuelta en una gota de rocío. Sueños abajo, descubrimos que no es  llanto en el rostro sino la bruma de la mañana la que empaña sus ojos. Alrededor, las vallas de concertina con postes en forma de i griega cierran el campo haciendo inaccesibles las verdes colinas cercanas. El acero galvanizado brilla con sus cuchillas afiladas. No hay rastro de sangre. La lluvia la lava y la mezcla con la tierra. La historia de Europa es la de sus fronteras; las naturales y las artificiales. Las montañas y, en las grandes llanuras centroeuropeas, los ríos. Es también el continente de las guerras justas y de las paces sangrantes, de las grandes deportaciones étnicas, lingüísticas, religiosas, ideológicas y culturales. Ningún otro continente puede enseñarnos nada nuevo sobre las maneras de sufrir y de hacer sufrir. En eso somos unos maestros y hemos abierto escuelas en todos los rincones de la Tierra. También hemos teorizado como nadie sobre nuestras verdades y las pérfidas intenciones de losotros. Somos la cuna de la filosofía de la justificación del terror como misión civilizadora y redentora. Hasta el Siglo XVI en los valles y montañas de la vieja Europa; desde entonces también en los continentes conquistados y civilizados con la espada y, no siempre, con la cruz.
Siempre ha habido reservas, misiones, reducciones, apartheid,soluciones provisionales y finales aquí y allá. Trochas, trincheras, campos de minas, ríos, lodazales,  pantanos, estuarios, canales, bosques, colinas, montañas, trigales que arden, asfixian y matan en agosto. Y por encima de todo, gente dispuesta a matar: Por Dios, por la patria o por la casa. Y gente dispuesta a innovar el arte de la guerra: desde la reconcentración de la población en la Guerra de Cuba, para J.L Tone campos de concentración (Guerra y Genocidio en Cuba: 1895-1998), a las mismas tácticas, con distintos paisajes, utilizadas por los ingleses en la Guerra Bóer, pasando por el espíritu de economía, la exactitud, el cálculo y la pulcritud pedantesca, que Grosmann define como rasgos que poseen muchos alemanes y que el hitlerismo aplicó para exterminar a los judíos en Treblinka,  “exactamente como si se tratara del cultivo de coliflores o de patatas” o el gulag soviético, del que Solzhenitsyn nos habla en su breve y memorable Un día en la vida de Iván Denísovich. Lo cierto es que Europa tiene poco que enseñar del arte de la felicidad, por mucho que haya tenido grandes pensadores que han sublimado su búsqueda haciéndola privativa de una forma de organizar la economía y la sociedad, de una religión o de tener el cabello, los ojos y la tez de un color u otro.
Los europeos somos gente orgullosa de nuestro progreso material y de nuestra libertad, y creemos que tales atributos nos protegen de la intemperie de un mundo sufriente pero ajeno. Por eso nos produce incomodidad transitoria pero soportable para nuestra conciencia que un suicida masacre a 72 personas en un parque de Atracciones de Lahore, y una indignación sincera y, a veces acompañada de aspavientos y llamamientos a preservar el origen cristiano de nuestro pasado cuando el terrorismo golpea ciudades como Madrid, Londres, París o Bruselas, mandando callar cuando nuestros intelectuales de izquierdas, normalmente relativistas culturales, indagan las causas profundas  del terror y de la muerte cotidiana que reina en países como Afganistán, Irak o Siria. En realidad, se insiste, esa gente no tiene nada que ver con nosotros y las multitudes que huyen de la guerra en nada se asemejan a los exiliados románticos del Siglo XIX. Ni siquiera la gente que ha vivido dentro de nuestras fronteras durante generaciones son de los nuestros. Son marginados, sí, pero no lo son a nuestra manera de ser.
Durante semanas ha llovido en Idomei. Los refugiados han dormido en el barro esperando a que cualquier día se abriera la frontera. El campo de refugiados de Lesbos se ha cerrado a cal y canto. La castigada Grecia, la paria Grecia, despreciada por gran parte de los países de la Unión Europea, que un día negó la dictadura de la Troika en un referéndum, convirtiéndose en la esperanza de que otra Europa era posible, se ha convertido en carcelera de los refugiados que huyen de la guerra. Y seguramente lo ha hecho pensando en la redención. Poco importa que el derecho internacional haya saltado por los aires, poco importa que Europa haya decidido volver a tratar a los otroscomo ganado, a transportarlos como ganado, a pensarlos como ganado. Como ocurriera durante la primera mitad del Siglo XX, Europa destruye sus valores en la pira del nacionalismo y del cierre de fronteras. Las montañas, los ríos, los canales, los mares y lagos interiores vuelven a ser espacios exclusivos de la muerte y de la ausencia del derecho.
La mirada baja envuelta en una gota de rocío. Sueños abajo, entendemos que hemos estado setenta años reconstruyendo  fronteras invisibles en nuestro continente, y fronteras de acero galvanizado, con cuchillas que desgarran la carne para contener a los parias que recorren la tierra. Ese no era el sueño de la Europa unida de la postguerra.
Setenta años perdidos para volver a delinquir.
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miércoles, 30 de marzo de 2016

Ocurrió en las Fiestas de Primavera


Ocurrió durante las Fiestas de Primavera. Un miércoles o un jueves, no lo recuerdo bien. Abril o finales de marzo. El 31 posiblemente, aunque ya el olor a azahar y los atardeceres tardíos nos hacían navegar por los mares de amapolas y tenues besos de la templada noche. El sonido de los tambores y de los carros-bocina de la Semana Santa era ya recuerdo en el cielo azul y sus orlas de nubes alargadas. Éramos relativamente felices paseando por los jardines, entre barracas, jóvenes recostados en los parterres y el olor a salchichas, longanizas y morcillas que parecían impregnar el aroma de las flores. Felices y satisfechos al atardecer, amantes esperando el brillo de la luna en nuestros torsos desnudos y bebiendo aguardiente en el lascivo susurro de la brisa de la madrugada.
Pero aquel día, tal vez horas antes de que abril llegara con su primera tormenta de la atardecida, ya olía a pólvora. La ciudad vivía en la calle, soñaba en sus plazas, se extasiaba en sus altos campanarios, observaba el río y a la sardina que, envarada en mitad de la corriente, miraba al cielo sabiéndose escultura y señora de la ciudad. Aquellos días, finales de marzo, comienzos de abril…
Bajamos a la calle. Blanca, Sergio y yo. Habíamos pasado horas encajando puzles, escuchando música (tal vez a Rosa León, no lo recuerdo bien), viendo alguna película de Disney. Blanca y Sergio, ocho y cuatro años, querían, sin embargo, bajar a jugar a la calle con sus amigos. Cansados de estar en casa, añoraban los troncos de los arces, los maceteros de la floristería, la sombra del ficus y su tronco paternal donde poder recostarse. Todavía faltaban horas para que su madre regresara del trabajo. Era buen momento para sentir los aromas de la fiesta, los culinarios y aquellos que la naturaleza y el alma humana nos obsequian en contadas ocasiones.
En la Plaza de Santo Domingo, no muy lejos del Arco, una compañía de titiriteros había instalado su retablo. Había muchos niños en derredor, también padres y madres comiendo yogurt helado o abanicándose con el programa de fiestas. Hacía calor. ¿Quién recuerda ya un inicio de primavera sin calor? Las palomas picoteaban migas de pan, palomitas de maíz, restos de hojaldre de pasteles de carne. Se acercaban a las piernas de la gente sin temor, y solo cuando un niño llegaba corriendo de su escondite levantaban un vuelo de pocos metros. Pronto las teníamos de nuevo a nuestros pies, con una blanca suciedad que no nos producía sentimiento alguno. Eran nuestras compañeras de las largas tardes de parque, niños, lecturas intranquilas, conversaciones insustanciales y a veces, en contadas ocasiones, incipientes amores prohibidos.
Los titiriteros ultimaban los preparativos del espectáculo. Se movían nerviosos detrás del pequeño escenario. Tenían poco espacio para trabajar con los títeres de varilla. Sin embargo, confiaban en que su obra gustara a los espectadores. Sus montajes no estaban concebidos para niños, no al menos totalmente. Ellos hacían teatro para un público adulto con corazón de niño. O viceversa: un teatro para que los niños se hicieran adultos sabiendo de qué iba todo eso de la realidad, el pragmatismo, el sufrimiento, la muerte… Tampoco es que quisieran subvertir el orden vigente, ni adoctrinar a los niños, ni siquiera cambiar un cachito de mundo. Solo que los adultos vieran su teatro con corazón de niño y los niños comprendieran por qué los adultos eran escépticos, descreídos y contradictorios. Solo eso.
Ser descreídos y escépticos. ¿Cómo habíamos llegado a ese mundo sin corazón que revoleaba como una mariposa en el asfalto, solitario, sin flores ni brújulas que nos guiaran buscando el olor a tierra húmeda entre tanta vaciedad? Vivíamos en un paraíso no pedido, tal vez tampoco impuesto porque la realidad se nos desvelaba única. Eso al menos se leía en los manuales que hablaban de los mundos conquistados por el intelecto, también por algo de pasión y de olvido. Y esto último, el olvido, era el nutriente que nos mantenía asidos a los que nos rodeaban. No sé: la luna reflejada en tu rostro, el llanto de un bebé en la habitación del fondo, la necesidad de correr por el pasillo para acunarlo o alimentarlo, el beso deseado y nunca satisfecho por esperado, tu boca en la mía, tu cuerpo en el mío…
El escepticismo.
¡Qué terrible podía resultar todo aquello que alguna vez amamos con la cándida mirada de la niñez!
Blanca se sentía llena de felicidad. Tal vez esa felicidad de una niña de ocho años que habla con la brisa, o que huele el aroma de una flor, o que corre detrás de una imagen dorada que ha observado poco antes revolotear en el cielo, encima del algodón o de los rayos de sol reflejados en las hojas que brotan de la mente. Tener ocho años da para mucho; todavía faltan muchos años para comprender que todo es efímero, que el tiempo no transcurre en vano. Va destruyendo todo lo que queremos o quisimos. También lo que querremos. Mientras observaba los preparativos de los titiriteros, Blanca sonreía. Un nuevo espectáculo en una vida en la que todo es nuevo, no mera repetición del ayer y del mañana. Ese fluir de momentos únicos que nunca volverán a repetirse aunque sus representaciones se sucedan día tras día.
Sergio era una bandada de estorninos que quebraba y requebraba el espacio y el tiempo. Tan pronto lo tenía detrás como delante, arriba o abajo. Para él, el paisaje no tenía la quietud de un barco encallado en el arrecife, ni el orden de un hormiguero a mediados de octubre, ni la extraña gravidez de los membrillos cayendo del árbol. Corría detrás de las palomas, se detenía, las miraba y las retaba a que no levantaran el vuelo y sintieran su mano acariciando las plumas. Pero las palomas eran desconfiadas, a pesar de comer las migas de pan que les lanzábamos cada atardecer mientras el municipal nos observaba y negaba con la cabeza.
Por la calle de los traperos se acercó una comparsa de sardineros. Iban de burla con la banda de música. La calle era suya, y los portales y las entradas de las cafeterías y pastelerías. Un güisqui en una mano, un puro en la otra. Cuando dejaban el vaso en una mesa o un banco, repartían juguetería. Eran también aficionados al fútbol aunque no lanzaran monedas de céntimos de euro de espaldas y entre risas. Eran los amos de la ciudad, del viento y del vaho. Al menos durante cuatro días eran dioses que exigían su lugar en el Olimpo. No entendían el rechisto, que para eso impartían y repartían clasismo. Pisaban vidrios de día y de noche, y entre risas se sabían dignos herederos de aquellos que gobernaron a súbditos y no a ciudadanos.
En fin, yo y tal vez tú. No podría afirmarlo aunque quisiera soñarlo. Tu cabello, tu frente, tus pómulos, tu nariz, tu boca en la tarde cálida y larga de una primavera incipiente. Los sueños son eso, otras vidas en las que te manejas con arte, oratoria y placer infinito. Por eso no existen, son incorpóreos y aunque sientes su influencia en el vello, en el corazón y en aquellas partes del cuerpo que se recitan en frases cortas y tajantes en los Trópicos de Miller, sabes que si te acercas, el sueño se disipa en la comisura de los labios y solo queda un amargor que atormenta sin razón aparente.
Tal vez tú, tal vez yo…
El espectáculo de títeres había comenzado unos minutos antes. El sol se retiraba y ya solo iluminaba las copas de los arces y el inmenso ficus del centro de la plaza. Extraña obra de teatro. Personajes corriendo de un lado a otro con estacas y cachiporras. Un bebé en un lateral del escenario, solo, el hambre en el llanto. Un político, una refugiada de tez morena y ojos azules, un policía, un juez y un charcutero. El político visitaba el campo de Idomeni, en Grecia, y violaba a la refugiada encima de un colchón que casi flotaba en el barrizal. Vino comisionado por la Gran Civilización, pero ya conocemos a este tipo de gente: llega, ve, abusa de su autoridad y regresa con un informe que habla de miedo, penalidades y esperanza en la mirada de los refugiados. Políticos de las democracias avanzadas, prisioneros de las palabras y de las exigencias de sus gobernados; sátiros cuando no se les ve y no se les escucha. El titular es conocido por todos. Hay que acabar con las mafias que trafican con seres humanos. Ya se sabe: familias que viven en el Edén, cultivando hortalizas en el huerto, comiendo melocotones tibios, siempre sonrientes, hasta que aparecen los traficantes y les hacen ver que aquella no es vida, que cruzando el mar hay un futuro de dulces y teléfonos inteligentes en cada bolsillo o bolso. Sí, hay que luchar contra los traficantes con deportaciones masivas de refugiados políticos y económicos, pero antes hay que improvisar campos cerrados, campos de almendros o de jara con pocas alambradas y mucha resignación. El político habla al público, se mueve de un lado a otro del escenario, pontifica como buen demócrata y en un descuido, ¡zas!, desgarra la ropa de la refugiada y la viola. El cielo es gris, el viento agita las lonas de las tiendas y los ojos azules de la mujer son un mar amargo y muerto que solo refleja dolor.
Llegan los sardineros bailando y bebiendo. La gente se aparta a su paso. La comparsa toca un pasodoble. ¡Qué grandes días aquellos de la recién primavera con olor a azahar! ¡Qué grandes nosotros que repartimos plástico y coloreamos la tarde con púrpuras y pulseras de led! ¡Ah, las tradiciones, las sagradas tradiciones! ¡La felicidad condensada en cuatro días, sin lluvia, sin viento, con el sol en lo alto, luz de manzanilla con pétalos de nubes. Se acercan los niños en remolinos, extienden las manos, piden y reciben. ¡Quién los viera en Idomeni o en Moria repartiendo besos y pasaportes bajo la lluvia o el cielo del Egeo! Crecerían flores en sus manos y no alambiques de licor en las húmedas laderas de las carrozas. Pero allí no hay fiesta. Alguien dio la orden de que parara décimas de segundos antes de que un país se desmoronara por los acantilados y se hundiera para siempre en aguas turquesas. Luego llegaron hombres vestidos de negro, besaron el polvo de las Cariátides y envolvieron con papel de regalo made in Germanylas tragedias de Eurípides. Y Europa escribió en lengua moderna la última tragedia de un pueblo, ordenando cerrar los campos de refugiados y actuar de carceleros.
La refugiada, casi una niña, se arrastró por el barro de Idomeni mientras el político se arreglaba el nudo de la corbata y, con un pañuelo, limpiaba restos de barro de su pantalón. Luego salió de entre las tiendas con la cabeza alta, mirando las cercanas colinas, más allá de los postes en Y que sostienen las alambradas del campo. La refugiada lloró, gritó, maldijo. Por la izquierda del retablo apareció un policía y detrás un juez. El primero llevaba una escoba de barrendero, el segundo un recogedor de basura. Los títeres se movían armoniosamente por el escenario. Hablaban entre ellos una jerga extraña. Al fondo, las columnas se ondulan y una muchedumbre gritabapolizei, ritchter y gerechtigkeit (policía, juez, justicia).
Blanca me miró con ojos extraviados mientras que algunas madres y padres cuchicheaban a mi espalda. “Es un escándalo”, “una vergüenza”, “una inmoralidad”. Otros recogían a sus hijos y se apartaban del espectáculo de los titiriteros.
“Papá…” Blanca dudaba, observaba al policía que golpeaba con una cachiporra a la refugiada y le colocaba un cartel con “Viva ISIS” escrito en rojo. “Papá, no entiendo el cuento”. Sergio me cogió de la mano y me pidió un helado. En ese momento, llegaron los sardineros. La comparsa arrancó con el himno a Murcia. Las palomas levantaron el vuelo, el valle reverberaba de amor al atardecer, los pitos atronaron más allá del Arco. La carne hecha fiesta, la carne de membrillo, de melocotón, de albaricoque, de ciruela. Tu carne y la mía, amor.
Un sardinero rodeó la cintura de una joven que contemplaba los títeres. Le ofreció una cerveza, le acarició el cabello. Ella se revolvió y le abofeteó. “Cerdo”, “puta”, “¿quién te has creído que eres?”, “borracho de mierda”. Forcejearon, se insultaron. Un policía municipal se acercó pero alguien lo llamó y le señaló el espectáculo de títeres. Se volvieron a oír quejas de indignación. Una mujer hablaba de apología del terrorismo, un hombre de escena grotesca. “¡Hay que pararlo, hay que pararlo!” –exclamó un tercero–. Mientras esto ocurría, el sardinero y la joven siguieron forcejeando. Él la había sujetado de las muñecas y la llamaba histérica. Me acerqué para separarlos.
—No moleste a la joven. No quiere que la invite, ni que la toque.
—¿Y tú quién eres, mierda de tío?
—Un ciudadano cualquiera.
Como respuesta, recibí un puñetazo en el mentón y otro en la boca del estómago. Me retorcí de dolor ante de caer al suelo. Blanca me cubrió con su pequeño cuerpo. Sergio lloraba mientras llamaba a mamá.
—Así aprenderás, imbécil.
Ví acercarse a dos policías. Les extendí la mano. “Aquí, aquí…”
En ese momento, perdí el conocimiento.
Amanecía. Por la ventana, se veía entre brumas el Pico del Relojero. Tenía la mandíbula rota. Me esperaba el quirófano. Mañana o pasado, había poco personal. María, mi compañera, me leía la portada del periódico: dos titiriteros han sido detenidos. Representaron una historia en la que se hacía apología del terrorismo yihadista. Afortunadamente, la ciudadanía respondió y llamó a la policía para denunciarlo. Los titiriteros están incomunicados. El Estado de Derecho ha vuelto a triunfar. Se ha decidido no suspender el Entierro de la Sardina. Sería lanzar un mensaje de debilidad a los terroristas.
¡Ufff!, ¡cómo me duele la mandíbula!
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domingo, 27 de marzo de 2016

Como juncos quebradizos


Podemos es un partido político de nueva planta. En opinión de algunos politólogos, su semilla es de una especie intrusiva en España. No sabemos si ha llegado como el mejillón cebra, la trucha arcoíris, la cotorra argentina o el ailanto, aunque la derecha sitúa su procedencia geográfica en Venezuela e Irán. En realidad de Podemos sabemos poco o nada. Eso sí, detrás de cada líder de la formación morada parece haber una persona con una cámara a mano para inmortalizar determinados momentos de su existencia política y personal. Los vemos bostezando, durmiendo en el avión o en sede legislativa, dando de mamar a un bebé, haciendo de niñeros ocasionales, subidos en su coche aparentemente sin cinturón de seguridad y, últimamente, acudiendo a urgencias de un hospital para tratarse cólicos nefríticos. Eso no pasa con nuestra izquierda tradicional, siempre con un pensamiento sólido cincelado a lo largo de más de un siglo con autores brillantes, y con algunos otros a los que ni se les entendió entonces ni se les entiende ahora. Su escritura sigue siendo un misterio tan difícil de descifrar como el Lineal A.
Hasta ahora sabíamos que una organización se estructuraba de tal o cual manera para obtener un fin: en el caso de los partidos políticos, la gobernanza. Pero Podemos es distinto: no tiene organización. Solo bostezos, siestas, amamantamientos, cangureos, cólicos nefríticos, jaquecas, melenas, barbas largas y gente underground. Hay psiquiatras que ya investigan si los líderes podemitas somatizan sus cuitas internas. Si el cese del secretario de Organización de Podemos, Sergio Pascual, ha provocado que Pablo Iglesias acuda a urgencias para ser diagnosticado de cólico nefrítico, ¿qué ocurriría si ostentara el poder y tuviera que firmar, por ejemplo, el acuerdo de expulsión de los refugiados sirios a la democrática y exquisita defensora, en la teoría y en la práctica, de los derechos humanos, Turquía? Nada que ver con Tsipras, feliz de que Europa haya actuado unida en tan grave problema, como es el de los parias que huyen de la guerra y del hambre. Al líder griego le han puesto silla en la mesa redonda del canibalismo paneuropeo, y ya no se siente malquerido.
Para ser líder hay que tener agallas y que la realidad y sus inconvenientes no provoque caída de cabello, eccemas, cólicos, migrañas, ansiedad y todo el elenco de enfermedades que pueden tener origen psicosomático. Afortunadamente, no parece que los veintiocho líderes de la Unión Europea sean de una madera tan quebradiza. La líder del Partido Verde Europeo, Ska Keller, después de denunciar en el Parlamento Europeo que la Unión Europea había roto la ley internacional cerrando las fronteras a gente que necesita protección, y poniendo fin al derecho a buscar y obtener asilo, se preguntó, dirigiéndose a los jefes de estado y de gobierno: “¿cómo podéis dormir por la noche?” La pregunta no tiene difícil respuesta: duermen sin pesadillas y a pierna suelta. A fin de cuentas, son del tipo prusiano: mirada al frente, rostro adusto y eficacia germánica. Nada que ver con esta gente de Podemos que acude enfermo un sábado por la tarde a un hospital público por un contratiempo interpersonal que tuvo el martes anterior.
No hay constancia, por mucho que he buscado en google, de que Zapatero y Rajoy pasaran malas noches en aquel fatídico agosto de 2011, cuando se modificó el artículo 135 de la Constitución y nuestras vidas se supeditaron al pago de la deuda. Las crónicas no mencionan tal posibilidad. No hubo periodistas en las puertas de los hospitales, ni médicos o enfermeros que informaran sobre indisposiciones transitorias de ambos estadistas españoles. O cuando Aznar solemnizó en las Azores el nuevo status de España en el escenario mundial, ni siquiera cuando supo que nunca hubo armas de destrucción masiva en Irak consta que sufriera jaqueca o dolor de estómago. Los líderes de la democracia española siempre han sido de granito. Cosas de la selección natural. Nada que ver con los juncos quebradizos que pretenden gobernarnos con ideas intrusivas o gritan como cotorras contra la destrucción del derecho internacional o la hipocresía de las naciones civilizadas.
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lunes, 21 de marzo de 2016

Humillación


Cuando descubrimos la inmortalidad, hace ya 600 años, creímos que la muerte era necesaria, al menos para las ratas que convivían en las mismas cloacas que nosotros. Era insoportable verlas contemplando el mar durante semanas, sin que parpadearan o giraran levemente la cabeza buscando el golpe de viento. Era insoportable saber que, como nosotros, respiraban por las mismas heridas eternas o se recostaban en la hierba para contemplar el hormiguero bajo el sol o la tormenta de un atardecer de agosto. Eran ratas, pero como nosotros se sabían eternas aunque su mordisco ya no transmitiera enfermedades sino más vida después de la vida.
Vivimos con ellas desde hace seiscientos años, en los palacios y en las chabolas. Acompañaron a los reyes en las frías salas de los castillos, contemplaron los amores incestuosos, las violaciones, las noches toledanas, el desprecio a los plebeyos, el brillo de la espada penetrando en la carne, el nacimiento de tiranías, la traición. Desde las atalayas del poder vieron las caravanas de los comunes huyendo de la guerra, atrapados en los lodazales, a merced de los lobos que gobernaban los bosques. Aquella gente de abajo, aquella multitud de hormigas que corrían de un lado a otro buscando un agujero donde esconderse de las refriegas señoriales o se ahogaban en la sangre de las barrancas, secas en los escasos años de paz.
Fuimos testigos de su complacencia con la barbarie. Cruzaron los océanos en las bodegas de los barcos, escondidas, recostadas en el trigo, bebiendo el vino de los capitanes que, entre borrachera y borrachera, oteaban con el catalejo el horizonte buscando bahías de arena de oro, aguas turquesas y cadenas de esclavos. ¡Oh, aquellos siglos iniciáticos! Edificamos sobre la miseria las grandes fortunas que nos hicieron los amos del mundo, y a las ratas nuestros vasallos más fieles. Antes de los primeros ilustrados, antes de que Jonathan Swift propusiera a los irlandeses la venta de sus retoños para que los terratenientes los cebaran y se los comieran como melosos lechones. Alrededor, la muerte. Pero ellas eran inmortales y nosotros atesorábamos milenios de áurea eternidad. Y ambos, ellas y nosotros, supimos robar las tierras comunales para cultivar la servidumbre entre bosquecillos y riachuelos.
Crecieron los arrabales extramuros, ríos de orina y excrementos, se levantaron altas chimeneas en los valles alguna vez verdes y el mundo conocido, no más allá de la ladera cercana, se llenó de hollín, nubes de cuervo y humillación. Era la nuestra la mejor de las vidas. No os quepa duda. Hasta los ilustrados nos envidiaban y los déspotas se postraban ante nuestros pies pidiéndonos una prórroga en su decadencia definitiva. Seiscientos años de eternidad y ya la tormenta se cernía sobre la paz de los cementerios. De ratas y ratones, de ratones y hombres.
Ahora que te escribo estas palabras, amor, no hay vida en los mares. Se la bebieron los peces cuando supieron que su mundo era efímero. Tampoco la hay en la luna, donde te espero escondiéndome de los matarifes que me llaman hermano. Huir eternamente de seres espectrales que siempre te pisan los talones en una huida sin tiempo y sin espacio. Huir de las ratas que habitan en tu mente y en tu hígado. Hace seiscientos años que nos sentimos seres únicos. Junto a nosotros solo queda el olvido, todo lo demás (el amor, la amistad, el honor, la solidaridad…) fue abandonado en los campos de batalla mientras la Humanidad se desangraba y los bebés eran engordados con televisión para estar más tiernos y que las ratas pudieran mordisquearles los dedos de los pies.
Hace seiscientos años que descubrimos la eternidad. Construimos catedrales en los páramos del alma y las llenamos de mentiras. Desde entonces somos felices aunque vivamos en palacios de papel y contemplemos las inmundicias de nuestra cultura.

jueves, 17 de marzo de 2016

De refugiados


Fue durante la guerra, septiembre del 36 o así. La maestra regresó al pueblo. Se llamaba Pilar, era joven, comprometida con los valores republicanos, una mujer formada durante los años treinta. En 1933 fue admitida para participar en los cursillos de selección profesional para ingreso en el Magisterio primario, según informaba el Boletín Oficial de la Provincia de Madrid del día 7 de agosto del mismo año. Se llamaba Pilar Júdez Bailón, aunque el Boletín la apellidaba erróneamente Judes. Llegó de noche. El cielo estaba cuajado de estrellas. En la Mancha casi se pueden tocar con los dedos de la mano. Tal vez hiciera frío, no lo recuerdo bien. Llamó a la puerta de casa. Le abrió mi madre. Pilar vivió con nosotros cuando fue destinada de maestra a nuestro pueblo. Habíamos intimado, nos habíamos respetado. Se abrazó con mi madre, besó a todos los hermanos (éramos siete, cuatro hermanos y tres hermanas). Luego explicó la razón de su visita. Quería llevarse a Madrid a Manuel, mi hermano mayor, que tenía dieciocho años. Dijo que era mejor que se fuera con ella que lo destinaran forzoso al frente. Mi madre la miró. En su corazón hubo agradecimiento.
—Señorita —dijo—. Voluntario ni a misa.
No hubo más palabras. Pilar se marchó a la mañana siguiente y ya no supimos, hasta hace poco, más de ella. Mi hermano Manuel fue llamado al frente. Murió en Castellón durante la campaña de Levante. Escribía todos los días a casa. En junio dejamos de recibir cartas y una extraña frialdad se adueñó de nuestras vidas. Nunca más supimos de Manuel. Seguramente lo enterraron en una fosa común.
Pasaron los años, los quinquenios, los decenios, Franco murió, retornó la libertad y llegó Internet. Cada día sabemos más gracias a la Nube. Gente perdida en la niebla del pasado que vuelve y nos habla cada vez que tecleamos su nombre en google. Tal vez de Manuel nunca volvamos a saber; me refiero en dónde está enterrado y si a su alrededor hay esparcidos objetos que se llevó de casa. La pluma que le dio padre para que nos escribiera, el pañuelo que le guardó madre en la maleta con las iniciales de su nombre bordadas. Pero de Pilar sabemos más cosas. Desconocíamos si había muerto en la cárcel o fusilada, o si había logrado abandonar el país. Para nosotros era un misterio el destino de aquella mujer que había vivido en casa y que había regresado durante la guerra para salvar a Manuel del horror de la batalla.
Pilar consiguió llegar a México. En 1954 era profesora de educación primaria en Veracruz, con número de cédula profesional 44772. Era una “profesionista mexicana con estudios en el extranjero”. Una de las muchas republicanas españolas que se integraron en la sociedad mexicana y participaron en su desarrollo educativo y cultural. Fue maestra en el primer centro de educación primaria que puso en marcha el patronato Cervantes en México.
México fue el único país que tuvo piedad por los cientos de miles de refugiados de la Guerra Civil española. Otros levantaron campos de concentración de triste recuerdo: Gurs, Àrgeles-sur-Mer, Saint Cyprien, Barcarès, Hadjerat M’Guil, Colomb-Bèchar. Muchos de los refugiados políticos acabaron después con sus huesos en los campos de exterminio nazi. Si se comparan las fotografías en blanco y negro de los campos de internamiento de aquella época con las actuales en color de los ubicados en los Balcanes, podremos convenir que hay pocas diferencias: lluvia, barro, viento, rostros de sufrimiento, pero sobre todo ignominia, la de los países que les dan la espalda y los condena a la desesperación. En eso, Europa es maestra, en enorgullecerse de sus valores democráticos y humanitarios mientras deja en la estacada a pueblos enteros en nombre de la seguridad y la paz interior. No hay país que no lo haya hecho en algún momento de su historia. Nosotros, herederos de los más grandes pensadores de la Humanidad, los primeros.
Quizá nunca sepa si Pilar Júdez volvió a España o hizo de México su última patria. Pero al menos vamos recuperando retazos de las vidas de personas con las que compartimos vivencias y sentimientos y de las que no volvimos a saber hasta la llegada de Internet. Son pocos datos, algún recorte de periódico, información sobre exiliados españoles llegados a México en tal o cual barco, parte de sus vidas profesionales, poco más. Pero seguro que la imagen de los campamentos de refugiados inundados, las vallas fronterizas, las policías nacionales impidiendo el paso y, sobre todo, el rostro de los refugiados suplicando un poco de piedad no se borrará nunca de la memoria de losestadistas europeos actuales, esa banda de cobardes que conociendo la historia de devastación de la Europa del siglo XX y el padecimiento de su gente, no se la evitan a los nuevos parias de la humanidad.
El destino de los refugiados, los pasados y los actuales, siempre será el mismo y la indignidad de los países que los rechazan nunca podrá tener perdón. La Carta de Derechos Humanos, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea y la Convención del estatuto del Refugiado, pisoteadas por la democrática Europa, cuna de las libertades y de la cultura. Poco ha cambiado desde la primera mitad del siglo XX; solo nos ha hecho más hipócritas cuando de darse golpes de pecho en nombre de la democracia se trata.
Este 16 de marzo hay convocadas manifestaciones en las principales ciudades de España para rechazar el acuerdo alcanzado por la Unión Europea y Turquía sobre refugiados. No se puede tratar a la gente como al ganado. Ojalá que sean masivas.
http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2016/03/refugiados

martes, 15 de marzo de 2016

Los enemigos del pueblo




En 1882 Henrik Ibsen escribió Un enemigo del pueblo. El doctor Thomas Stockmann descubre que el manantial de un establecimiento de aguas termales está contaminado y es un peligro para la salud pública. Pero las “fuerzas vivas” del lugar acallan su descubrimiento con el argumento del daño que se ocasionará al pueblo si el análisis químico que constata la contaminación es publicitado en el periódico local. Finalmente, el médico es exilado del lugar como enemigo del progreso, como un enemigo del pueblo. La obra de teatro fue escrita hace casi 130 años y acaso ilustre las diferencias sociales y culturales, pero también económicas, que todavía separan a las sociedades nórdicas de la española. Un enemigo del pueblo fue escrito en la época de la llamada Restauración Española. Ya se sabe, terratenencia, industrialización muy limitada y caciquismo generalizado. Una etapa de corrupción total bajo el disfraz democrático de la alternancia de dos partidos monárquicos que se repartían el poder y los réditos que éste proporcionaba bajo la batuta directora del Rey. 
Obras como la citada Un enemigo del pueblo Casa de muñecas no eran imaginables en una sociedad mediterránea como la nuestra. O si lo eran no transcendían más allá de unos pocos lectores más o menos radicales. La sutileza con la que Ibsen trata el tema de la igualdad de género o la prevalencia de la verdad y el deber público sobre el desnudo cálculo económico, la utilización del “bien común” para ocultar intereses particulares, no existe en la literatura española. Debe formar parte de un debate social más avanzado y más rico en sus planteamientos. Desde la perspectiva de nuestros pensadores neoliberales o liberales seguidores de la Escuela Austriaca de Economía (por no mencionar a su pope Hayek), Noruega y su entorno, dado sus fuertes lazos de solidaridad social y la organización económica que establece un suelo mínimo de decencia redistributiva, deberían haber naufragado y sus economías deberían ser altamente ineficaces. Porque lo que ellos llaman socialismo, es decir, la caricatura que ellos hacen del socialismo, solo puede abocar al fracaso económico y a la miseria más o menos general. No parece que esto haya ocurrido, tampoco que los debates públicos, en los que participa prácticamente toda la sociedad y que duran meses y a veces años, sobre las reformas económicas o de los mecanismos de solidaridad establecidos hayan estancado el desarrollo económico y la prosperidad general. Todo lo contrario de lo que ocurre en nuestro país. Aquí se acuerda una contaminación ideológica de la Constitución sin discusión previa, a las bravas; aquí se llegan a unas elecciones sin programas electorales definidos. Solo se habla de liberalizar, de eliminar los obstáculos que impiden el libre desenvolvimiento de los emprendedores que, como no podría ser de otra forma, son los empresarios. Sin coste alguno, por supuesto.
Leer artículos de miembros de colectivos como, por ejemplo, Ciudadanos para el Progreso, escuchar ciertas emisoras de radio y televisión en los que el lenguaje dominante es de una simplificación exasperante y en los que se presupone que volviendo a Adam Smith entraremos en una fase de desarrollo económico sostenible y eterno, es desconocer la historia y sus lecciones. Por ejemplo, para nuestros liberales el resurgimiento del comercio en la Edad Media, la prosperidad de los burgos, la creación de mercados y ferias demuestran la potencialidad del mercado y de la búsqueda del lucro personal y/o grupal. Solo falta hacer los caminos seguros frente a los salteadores y asesinos. Es verdad, la legislación mínima debe favorecer la libertad del intercambio eliminando los elementos extraños que distorsionan tal objetivo. La horca y el hacha son la mejor solución; posteriormente lo serán otras formas de represión colectiva tan queridos por los neoliberales, por ejemplo los golpes de estado. Que se lo pregunten a Kissinger. Cuando una sociedad toma constancia de la existencia de desigualdades sociales inaceptables y opta por políticas económicas que priman la cohesión social sobre el desarrollo descontrolado son tildadas de ineficaces y enemigas del progreso. Aquí el progreso tiene un significado muy laxo; se supone que la gente emprendedora es feliz fabricando artilugios, vendiéndolos y enriqueciéndose, y que el resto de la gente, los que somos no emprendedores, somos felices consumiéndolos. También que la gente siempre y en cualquier caso optaremos por el ingenio humano frente a otras consideraciones, por ejemplo la permanencia de un bosque junto a un lago. Los defensores del medio ambiente desconocen el alma humana que busca la perfección siempre, y que remodela la naturaleza en un nuevo diseño inteligente cada vez más divinizado.
Para nuestros liberales, los enemigos del pueblo somos la gente decente que cree en un desarrollo sostenible frente a la ficción del avance científico ilimitado que siempre y en todo caso se adelantará a los efectos negativos del desarrollo sin barreras; también los que creemos que la riqueza de las naciones es una conquista colectiva y que su reparto debe ser, por tanto, lo más equitativo posible. Por supuesto, los que creemos en las elecciones individuales y colectivas de las personas, tanto privadas como públicas.
Para nuestros liberales gente como Ibsen son antiprogresistas, arcaicos, medievales y la literatura es, como el resto de los bienes humanos, mercancía. 


jueves, 10 de marzo de 2016

La Biblia en España



A lo largo de los siglos, la lucha de los Comunes por conseguir  autonomía para determinar las condiciones materiales de sus vidas ha sido una constante. Llámense como se llamen (plebeyos, comunes, clases populares, pueblo…) hablamos de una mayoría social que en los últimos años tiende a ampliarse mientras que la otra fracción que sí puede determinar su futuro, su riqueza y, al mismo tiempo, el futuro y la riqueza de los demás, disminuye. Tiene similitud con “los de arriba” y “los de abajo” del discurso de Podemos y cada vez más se diferencia de la tradicional clase obrera, sujeto revolucionario por antonomasia de la izquierda marxista. En este sentido, Podemos ha sabido diseñar un nuevo relato que sintoniza más con el pensamiento transgresor inglés desde la Edad Media que con la socialdemocracia y el comunismo continental. La clase obrera, en su acepción clásica, es una minoría entre los Comunes. La clase obrera organizada, la que trabaja para las multinacionales o las grandes empresas dónde existe implantación sindical, comités de empresa y capacidad de lucha, es a su vez una fracción mínima de la clase trabajadora y de los Comunes. De lo que se deduce, o debería deducirse (hay mucha gente en la izquierda apegada a la tradición) que en el Siglo XXI el cambio o la ruptura solo puede venir a partir de la desconstrucción del sujeto revolucionario en un mundo globalizado en donde el trabajo, más aún el trabajo estable, será un bien cada vez más escaso.

Tal vez sea tiempo de olvidarnos, o abstraernos, de las ideologías revolucionarias de la Edad Contemporánea y, navegando por los corazones de los siglos, acaso desde Jesucristo y aún antes, buscar ese viento de liberación que animaba a los que no tenían, a los que se les había robado lo que tenían, en definitiva a aquella inmensa mayoría que no podía determinar cómo sería su presente y su futuro. Lo que está rompiendo el consenso social en las primeras décadas del Siglo XXI es, en primer lugar, no tanto la gran recesión que estamos sufriendo sino las recetas que se están aplicando para superarla y, en segundo lugar, la percepción de que el credo neoliberal nos devuelve las cadenas de la incertidumbre de las que lentamente nos fuimos liberando desde la Revolución Francesa, en España muchísimo después. Esta convicción ha finiquitado el bipartidismo, reduciendo notablemente el voto de los dos partidos hegemónicos desde la Transición del 78. El PSOE perdiendo gran parte la credibilidad a partir de 2010 con las reformas al diktat de Merkel, el PP con su insensible política de recortes que tanto sufrimiento ha provocado a la sociedad española.
Evidentemente España no es Inglaterra, su historia, aparte de los encuentros esporádicos, violentos y resueltos en general desastrosamente para la primera, tampoco. En la formación de la clase obrera inglesa tuvieron que ver mucho las transgresiones religiosas de los siglos anteriores, si hacemos caso a Thompson. A la España heredera del Concilio de Trento, vino a vender biblias George Borrow, políglota inglés comisionado por la Sociedad Bíblica Británica. Extrañará a los lectores tal negocio. La Biblia y España no parece que hayan caminado separadas a lo largo de los siglos. En realidad, en nuestro país solo se comercializaba el texto en latín, la conocida como Vulgata. Barrow desembarcó en Portugal y, si no recuerdo mal, entró en nuestro país por Extremadura con biblias en castellano, que nos traerían tolerancia y modernidad. Cosas del libre examen del luteranismo.
Durante la Gran Depresión de los años treinta del Siglo XX, si hacemos caso a Howard Zinn en su La otra Historia de los Estados Unidos, hubo fenómenos similares a los ocurridos en nuestro país con la terrible crisis económica que estamos sufriendo. Por ejemplo, la lucha contra los desahucios. La diferencia está en los actores, que en el caso norteamericano fueron los sindicatos y el Partido Comunista de Estados Unidos, y en nuestro caso las ex novo Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH). Seguramente, tanto los sindicatos norteamericanos como el Partido Comunista hubieran acabado como acabaron aunque el presidente de la época no hubiera sido Roosevelt y no se hubieran aplicado las recetas económicas de Keynes. En nuestro caso, el desprecio a las necesidades sociales, verbal y postural en el caso de Rajoy, de los partidos políticos hegemónicos ha concluido con el fin del bipartidismo y el surgimiento de nuevos actores políticos, curtidos en la calles y plazas de nuestro país, que en estos días transgreden diariamente los usos y costumbres del Congreso. Estos actores, Podemos pero también un líder como Alberto Garzón,  han cambiado el relato de conformismo que teníamos tan bien aprendido desde hace décadas. Y lo han hecho modificando el eje izquierda-derecha por el eje arriba-abajo para ampliar el electorado al que se dirige un discurso de rebeldía. Nosotros, el noventa y nueve por ciento, los Comunes, las clases populares, a los que se nos ha arrebatado la certidumbre de nuestro futuro y el de nuestros descendientes y ellos, de los que solo sabemos que mueven el dinero y el poder a placer. Durante siglos hemos luchado por poder tener acceso a las herramientas de la supervivencia y con ellas poder planificar una vida segura y amable.
Las últimas noticias indican que habrá elecciones el 26 de junio. PSOE y Ciudadanos han hecho maridaje negociador. Parece que irán juntos en las reuniones que mantengan con otros partidos para negociar la formación del gobierno. Cuesta entender la postura del PSOE.  En un eje clásico izquierda-derecha tendría cierta explicación, pero ahora no nos movemos en ese eje. Y Ciudadanos es un partido de arriba, apoya a esa minoría que quiere gobernar no solo nuestras haciendas, también nuestras vidas. Es un partido más neoliberal que el PP, aunque en lo cultural pueda ser más moderno y tolerante. Apoya, en nombre del crecimiento y la prosperidad, ese intento de acabar con los pocos márgenes de certidumbre que nos queda a los de abajo, de dejarnos a merced de caprichos ajenos, de convertirnos en eternos dependientes de una minoría selecta. Esto debería diferenciarlos nítidamente del PSOE, pero los herederos de Pablo Iglesias, el viejo, no parecen verlo. Creen ampliar la base social hacia el centro. Esperan que las urnas lo premien por su responsabilidad, tanto a ellos como a Ciudadanos. Están intentando volver a vendernos la Vulgata, pero la ciudadanía hace tiempo que dejó de escuchar el sermón de espaldas a la feligresía.

La Biblia ahora se lee en español y esto nos hace más libre para decidir después de examinar la realidad. 

http://www.lacronicadelpajarito.es/blog/fsaura/2016/03/biblia-espana

martes, 8 de marzo de 2016

De vergüenzas propias




Estoy valorando pedir la nacionalidad vaticana. Ni mi país ni ninguno de los pertenecientes a la Unión Europea satisface mis exigencias de respeto escrupuloso a la legalidad internacional. Que la ACNUR advierta de que "la expulsión colectiva está prohibida" nos debería hacer recordar tanto la barbarie nazi como el posterior trasiego inhumano de minorías étnicas una vez finalizada la II Guerra Mundial. Es una vergüenza en el sentido estricto de la palabra. Que el Papa Francisco diga cosas que pienso y siento, es un ejemplo de la situación a la que hemos llegado. Más que la austeridad que solo provoca miseria, esta actuación de la Unión Europea es incalificable y dañina para las democracias. Las personas no son ganado, las personas no tienen nacionalidad, el maltrato de cualquier persona es un atentado a los derechos humanos. La excusa de que Europa no puede soportar tal avalancha humana de refugiados, de que dañaría su modelo económico y social, de que a la larga iría en perjuicio de los europeos es bastarda. Es la excusa que siempre se ha puesto para legalizar el sufrimiento ajeno. 

La Unión Europea se creó para algo. Hoy ya no sabemos para qué.

lunes, 7 de marzo de 2016


Nos levantamos con la herida de la edad en los labios y sentimos que el laberinto de la vida se cuartea como el barro de los estanques secos. Más allá de la longitud de nuestros brazos, la realidad nos es ajena, extraña, habitada por el espíritu de las cosas que nos rodean: los restos de una colmena en un prado, el sol descarnándose en un bosque que ardió en el estío, una lechuza que duerme en un árbol carbonizado, las nubes congeladas en la mirada ingenua de una niña, la espuma etérea de un torrente de sal junto a un molino cartagenero derruido, el tallo de una planta brotando en la grieta alquitranada de una calle…
Alguien comentó que en esta tierra nunca ocurre nada. Hay paisajes, mares, tormentas, hayedos en otoño, tierra rojiza y hojarasca, espuma, brisa y sonrisa blanca en la cresta de las olas pero nunca ocurre nada. La voluntad humana es inane: Eloy Sotelo no da un golpe en la mesa para exigir un lugar en los manuales de historia de la literatura, sólo se consume de frío y añoranza en los esqueletos quebrados de Leningrado; Ainhoa Izar, hermosa estrella de los bosques de Irati, contempla el Mar Menor y no sabemos si en sus dulces aguas se refleja la imagen del hombre abandonado o del corazón desgarrado. Mi abuela se pierde en el Puerto de Alicante con una niña en brazos, mientras los italianos se miran en un estanque de llovizna y aguas turbias. No hay acción, sólo contemplación del tiempo que transcurre lento, monótono, aburridamente estoico.
Y en el cielo, la luna es una espectadora privilegiada del devenir absurdo. Con sus lentes de aumento nos contempla y nos retrata como hormigas insignificantes, entre inmensos océanos y profundas quebradas abiertas con un cuchillo de estrellas. Somos espíritus de agua en terrenos baldíos, lava ardiente en los volcanes de La Garrotxa, sequedad hambrienta en los remansos de los ríos y en las arenas dormidas de Calblanque. Somos un rosal plantado en un suelo de cristal (triste, solitario, dormido, sin tierra ni pasión).
Somos, sólo somos...
Acaso esta tierra no tenga sangre en el cuerpo y se mueva en la Nube como los muertos vivientes. Pero, creedlo, sí tiene poesía, como los retoños de un roble que verdean en la tierra negra, como un caballito de mar hallado entre las hélices de una motora después de diez años de ausencia y olvido, como la voz de Eloy Sotelo en la espesa criatura de un témpano de hielo del lago Ladoga, como los pescadores de Santa Pola que llevaron a mi abuela a las costas desnudas de Argelia, como el canto rodado lanzado por Ainhoa Izar a las serenas aguas del mar…
¿No es hermoso que nunca ocurra nada y que podamos navegar libres entre las estrofas de todo aquello que amamos y que deseamos para nuestras hijas e hijos? Creemos que sí.
http://www.lacronicadelpajarito.es/domingo/herida