Desde la quinta planta
del Hospital Reina Sofía, sobre las azoteas de los edificios del
Infante, se ve La Cresta del Gallo, el Pico del Relojero y, más a la
derecha, la cumbre rocosa del Puerto de la Cadena. La bruma de la
amanecida desdibuja los perfiles oscuros de la sierra y el sol brilla
con el estrépito luminoso y callado de su dominio absoluto hasta, al
menos, octubre. Tal vez por entonces poden las moreras de los
jardines y la brisa otoñal refresque los atardeceres siempre dulces
de estas tierras mediterráneas.
El tiempo, ese misterio
que permanecía casi inalterable en nuestra niñez y adolescencia,
dibuja nuevos paisajes ante nuestros ojos. Hace dos años fue una
sábana blanca cubriendo el cuerpo inerte de un ser querido, hoy es
una ventana de un hospital, un río inmóvil abajo, una hilera de
palmeras a lo largo de la avenida Infante don Juan Manuel. El tiempo
es todo, ahora lo sabemos.
Ayer en el turno de tarde
el familiar de un paciente ingresado se encaró con las enfermeras y
auxiliares de la planta. Los mismos tópicos de los últimos años.
Ser albañil si es un trabajo, lo demás privilegio. Hemos perdido la
batalla cultural. En algún tiempo conseguimos victorias momentáneas,
pírricas, ahora sabemos que el Consenso de Whashington es un tornado
que tritura nuestro presente y trastoca la posición de las cosas.
Hace unos años se
decidió disciplinar a los trabajadores. Demasiados derechos,
derechos exacerbados- pensarán muchas de las personas que demonizan
leyes como la prevención de riesgos laborales o la de igualdad entre
hombres y mujeres, simples transposiciones de las Directivas
europeas, derechos básicos en cualquier democracia avanzada
europea-. En poco tiempo tales ideas han tornado mayoritarias en
nuestra sociedad y ya se pide trabajo por un plato de lentejas. Ya no
importa la salud laboral, la igualdad, la protección ante la
enfermedad, el subsidio de desempleo, todas aquellas cosas por las
que lucharon nuestros antepasados durante dos siglos. Los medios de
comunicación, esos periódicos, emisoras de radio y de televisión
que son esclavas del accionista mayoritario y, por tanto, de sus
caprichos y de sus compromisos ideológicos, han concluido que para
ser libres hay que aceptar nuevas formas de esclavitud y así lo han
transmitido a la sociedad. Y casi todos, y todas, volvemos a los
lemas decimonónicos, como el “vivan las caenas”. Y estamos
dispuestos a llevar grilletes a cambio de un trabajo, de un contrato
mísero con míseras contraprestaciones.
Lagarde, del FMI, ha
avanzado las medicinas para los próximos meses: subida del IVA,
bajada del sueldo a los empleados públicos. Ahora solo falta su
escenificación. Todavía recuerdo algún titular de los diarios del
12 de septiembre de 2001: “El mundo en vilo a la espera de las
represalias de Norteamérica” (o algo parecido). Titulares muy
similares al “Europa guarda el aliento ante las elecciones
griegas”.
La libertad política
parece que ha muerto. En su entierro participamos casi todo la
sociedad con un jolgorio humillante para nuestros abuelos.
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