domingo, 19 de octubre de 2014

Campos parduscos


Mi abuela llevó anudada a su cuello
la llave que abría el viento
de aquella franja de tierra,
hasta que perdió los zapatos.
Dos individuos la arrastraron por los adoquines,
los dedos de los pies ensangrentados,
calle arriba calle abajo(¿qué vamos a hacer contigo si no hablas, querida?).
Llovía en el Madrid nevado de simiente negra,
llovía silencio mientras las chimeneas callaban,
y los rellanos de las escaleras callaban,
y las habitaciones de las casas callaban,
y los zapatos en medio de la plaza vacía callaban
y la llave tintineaba en las gotas de silencio.

Los dedos de los pies ensangrentados.

La llave de los misterios se perdió con mi abuela
en las alcantarillas de un Madrid mortecino,
frío (hambre y páramo).
Con ella sucumbió la memoria
y en la franja de tierra creció hierbabuena,
y brazos de jara
y unos poemas que goteaban sobre la luz en los días de rocío.
Poemas de amor
y también de perdón
porque solo en el valle de la bondad
crece la hierbabuena y las amapolas en primavera.


El amor de los años cuarenta
era un amor de raíces e hinojo
que vivía bajo tierra.
Solo de los muertos recibimos amor
y un beso furtivo en el candil de la noche
(y los poemas que leíamos
cuando recordábamos el rostro del poeta
subido a la vida,
en los campos parduscos,
en los nidos de araña).

Un vendaval de olvido
asoló las tierras y las arboledas del valle.
Una cigüeña con una pata herida
erró su destino
y comió hierbabuena con su pico dorado.
Sus plumas se llenaron de letras azules,
de versos podados,
de rimas imposibles,
mientras la noche sucedía a la noche
y la tristeza brotaba todas las primaveras
de las yemas hambrientas de los árboles.

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