La senda de los elefantes
neoliberales son de ida y vuelta. Cuando declina la estrella que los guía, marchan en fila india, con los colmillos ya
subastados en los mercados del sureste de Asia, con el peso de su usura
haciéndoles tambalearse de un lado a otro, a veces bordeando un precipicio que
no parece tener fin. Varias veces han marchado los elefantes neoliberales a sus
tumbas babilónicas y otras tantas han retornado cuando ya no se les esperaba.
La Historia es larga, tan larga
que parece aburrida. Pero hay un continuum
de sufrimiento que la hace trágica en cualquier momento o lugar. La tragedia
tiene perfiles distintos, se presenta como una bruja a la que hay que quemar (“nosotras
somos las nietas de las brujas que no quemasteis”), como un digger al que hay que decapitar, como un
afrancesado al que hay que expulsar con el ejército liberal en retirada, como
un muerto de hambre al que hay que dejar morir para que la oferta y la demanda
mantengan la armonía demandada por el laisser
faire, como una epidemia de peste negra que adapte la población a la
cosecha.
A los elefantes neoliberales
comenzaron a movérseles los colmillos en el Siglo XVII, pero antes, en el
profundo magma de la insidia humana algunas gentes tuvieron el valor de
arañarles el marfil con herramientas rudimentarias. La cabeza de un rey rodó
por la ribera del Támesis y más tarde, cuando el primer capitalismo tiraba de
los lomos de Inglaterra, otra cabeza cayó en un cesto de una plaza parisina.
Entonces, los encarnados colmillos de los elefantes neoliberales soltaron un
líquido viscoso, podrido, fétido, y ya no eran el ariete tan eficaz que había
sido hasta entonces. Se trababan en las estrechas calles de París, se enredaban
con las sillas y las mesas de las trincheras, los niños se columpiaban en sus
curvas cuando quedaban paralizados por los gritos del gentío que llenaba las
calles con banderas, torsos desnudos y la ilusión que el mundo había cambiado
de bando.
Después de la II Guerra Mundial
los elefantes neoliberales marcharon a sus cuarteles de invierno para desovar
sus colmillos en el río del progreso humano que parecía ocuparlo todo. El tiempo
torero de embestidas y burlas ideológicas había llegado a su fin. La estaca ya
no hacía efecto y los pueblos se consideraban libres (vana ilusión) y no
toleraban el yugo en sus costras de sangre acumuladas a lo largo de la
desgracia milenaria. Se sentían hermosos, alegres, con un futuro de luz y de
esperanza. Tal fenómeno se contagió a todo el Orbe.
No sabemos si fue en ese momento
cuando la gente que arrancó de cuajo los pocos anclajes que les quedaban a los
colmillos de los elefantes neoliberales se convirtió en casta. En algún
momento, la Podemología estudiará ese tiempo histórico y los estigmas que
portaban aquellas gentes que soñaban en un mundo sin violencia económica. Lo
cierto, es que los elefantes se recluyeron en su cementerio para relamerse las
heridas y pensar en un futuro dominio sin colmillos. La coerción ya no servía.
Había que diseñar un mundo de azúcar que dificultara el vuelo de las mariposas
para que no pudieran hallar la red que envolvía sus ilusiones de libertad.
Tampoco se trataba de eliminar la violencia definitivamente. En el cono sur
había lugares idóneos para amputar las manos de un cantautor, para llenar
campos de fútbol de soñadores o para tapizar las playas de cadáveres traídos por
el oleaje. En Europa la cosa era diferente, o eso pensábamos.
Un día la Historia se acabó, o se
cortocircuitó o quién sabe qué paso con ella. Y toda la sociedad decidió que
las enseñanzas del pasado para nada servían porque la edad definitiva de las
fiestas eternas había llegado y ahora solo bastaba con esperar a que el destino
te sacara a bailar y te regalara un préstamo hipotecario, una preferente o una
tarjeta opaca. Entonces todos fuimos casta porque fuimos sistema. Hay gente que
lo niega ahora, que nunca se hizo ilusiones con el país de las maravillas
inmobiliarias, de las noches de blanca
luna y de la despreocupación más absoluta. Habría que recordar las vergonzosas
fotografías de alcaldes corruptos llevados a hombros desde la cárcel hasta el
fruto de su latrocinio o las sonrisas de indulgencia hacia esa izquierda, ahora
motejada de casta, que hablaba de la inmoralidad que se estaba adueñando de la Res Publica. Era una izquierda
despreciada por el común por mantener ideas demodé. Curiosamente, algunas de
esas personas que menospreciaban ideas de solidaridad han hallado la luz, una
luz que comenzó tenue y camino lleva de convertirse en una estrella que guía
los pensamientos de una generación que ha sido despertada por una dolorosa
bofetada de realidad.
La estrella, como ese cometa que
presuntamente llevó a un cuadra a unos reyes orientales, cruzará los amaneceres
y los crepúsculos de los meses venideros solidificada en un pensamiento de
cambio diamantino. Creyentes los hay, ahora solo falta la humildad (o quizá el
respeto)
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